LA MAESTRÍA QUE SE VA

 
Mi hermana Claudia María, protagonista junto a mi de este post, en una fotografía que le hizo su amigo Tavo en la ciudad de NY.

Han habido episodios en mi vida en los que me he sentido inservible, inútil, descartable. Ocasiones donde, sin darme cuenta, o percibirlo de manera consciente, me he sentido abatido, desconsolado: por momentos he visto mi vida pasar como si ya la hubiera vivido, como si mis acciones y el azar del destino estuvieran controlados por una fuerza irresistible y extraordinaria que todo lo controla y me arrastra directamente a la infelicidad y el fracaso.

Esos momentos, que sin duda fueron difíciles, y que además están lejos de haberse marchado para siempre, los pude afrontar porque tuve de cerca el cariño de los que me quieren y el consejo de los que saben más que yo. Ellos  pusieron de manera desinteresada su sabiduría a disposición de mis preguntas, sus lecciones al servicio de mi confusión; la solución para poder encontrar lo que entonces percibía como esquivo.

En esta búsqueda interminable de sentido, en la que me encuentro embarcado hace 27 años, la voz de mi hermana y sus consejos llenos vitalidad y valentía me alumbraron en una época en que verdaderamente me sentía como un recipiente vacío: solitario en el plano sentimental, agobiado por un trabajo que detestaba, en el que sin embargo era valorado, me cuestioné sobre el objeto de toda mi vida, con el nerviosismo y desconcierto propios de una mente adolescente (a pesar que tenía 23 años) y alejado de las opiniones de mis padres, a quienes aprendí a no escuchar porque sus consejos sobrios y calmados no encontraba convincentes en aquel periodo.

En ese contexto, mi hermana se abocó a la tarea de fortalecerme y motivarme hacia la consecución de un objetivo nuevo, en el momento en que mis estudios de abogado estaban concluidos y no vivía más que para trabajar (en algo que me resultaba por demás odioso): debía perseguir mis sueños de niñez y dirigir mis recursos hacia el estudio de algo diferente, algo que tuviera la capacidad de vigorizarme para combatir la percepción de vacío que amenazaba con acabar conmigo. Con tal objetivo, acordamos que postule a una maestría en historia, materia que me había apasionado desde temprana edad y en la cual, sin embargo, tuve escasas oportunidades de desempeñarme por haber sido otra la elección personal de mi profesión.

Entonces todo cobró sentido: podía encontrar mi trabajo mezquino, incluso dejarme llevar por la sensación de que me había equivocado de carrera (tan sólo porque no disfrutaba de mi profesión en aquél entonces), pero si tenía un refugio intelectual, un espacio inviolable de crecimiento espiritual y académico, en el que sentía que continuaba aprendiendo, y que por consiguiente nada se había perdido, podía tranquilamente encontrarle un nuevo rumbo a mi vida. Y así fue: al cabo de una entrevista y la presentación de la documentación de rigor, fui admitido a la Maestría de Historia de la PUCP a inicios del 2011 y emprendí pues el viaje que ahora está presto a terminar.

No entré a la maestría como alguien que sabe de antemano lo que busca y quiere conseguir. Por el contrario, ingresé únicamente con la necesidad urgente de darle un giro trascendente a mi vida, salir del mundo ejecutivo y profesional que me había absorbido, y en el cual me sentía entumecido, aletargado, lánguido. Y hoy, que estoy por terminar el susodicho programa de posgrado, pienso que mi decisión fue acertada.

Como sin quererlo, pero ciertamente sin oponerme a ello, todo cambió en un breve lapso de tiempo: en el plano laboral, ingresé pronto a otro trabajo y me siento hoy mucho más realizado profesionalmente de lo que antes me sentía. Por otra parte he leído muchísimo, he escrito otro tanto y, lo que considero más importante aun, mis juicios de valor sobre ciertas personas o incluso profesiones, que antes estaban dotados de un totalitario prejuicio ignorante, han sido para siempre desterrados. He pues aprendido bastante.

Yo salí de la universidad con una concepción simplista de la vida, entendiendo poco o casi nada de la historia del lugar donde nací, orientado hacia un individualismo exagerado propio de alguien a quien le enseñaron – como credo de profesión - que en la vida sólo importan dos cosas: el crecimiento profesional medido en la cantidad de cifras con que cuenta la remuneración propia; y una noción colosal y apologética de la libertad individual, que me incitaba a hacer con mi vida lo que fuera exclusivamente rentable, incluso si ello implicaba destruirme a nivel espiritual o insertarme en un pozo de soledad y aislamiento del cual parecía no tener escape.

Estudiar un programa como el que estudié, en una universidad tan distinta a la mía, fue fundamental para ampliar mis horizontes y entender que no todo en esta vida se resume en el dinero, en la vanidad de los ascensos ofrecidos, y en ocasiones desmerecidos, con que pensaba crecía “viento en popa”. Por otra parte, disfruté acaso de manera tardía de lo que realmente es (o debería ser al menos) una universidad: bibliotecas completas, festivales de cine, congresos académicos, elecciones estudiantiles, etc. Salí, por decirlo en otras palabras, de la burbuja colegial en que había vivido hasta entonces.

Pero nada de ello hubiera sido posible si no hubiera tenido en su oportunidad el rescate de mi hermana, que me llenó de confianza y de energía para enfrentar mis frustraciones en el momento necesario y muy cerca de un límite que veía como inevitable; sin su coraje y brío torero hoy no tendría los nuevos amigos que tengo, ni admiraría a los profesores que admiro, ni me sentiría feliz como efectivamente me siento. Y es que finalmente de eso se trata todo esto: de perseguir la felicidad con voluntad frenética, con inquebrantable fortaleza de espíritu. Si para ello hay que estudiar maestrías que no sean precisamente “rentables” en términos económicos pero si en los espirituales, que son al fin y al cabo los principales, pues bienvenido sea el estudio.

Parte importante de mi vida ha sido siempre el desconocer lo que me depara el destino. No he sido el tipo de hombre, digamos, que se caracteriza por tenerlo todo planificado y conoce de antemano el lugar al que se dirige. Hoy por hoy, que sé que pronto terminaré mis estudios y consciente de que puedo volver a caer en el pozo del que a duras penas salí por sentir que había dejado de aprender cosas nuevas, me paso los días postulando a programas en el exterior para proseguir mis estudios en Europa (Dios mediante). Ello me ha valido el bien ganado apelativo con el que mi enamorada Andrea me ha bautizado hace algún tiempo: “el eterno estudiante”.

Espero, en todo caso, tener suerte en el nuevo camino que empieza ni bien termine mi travesía actual en la PUCP. Pero esta mañana no podía dejar de escribir sobre esta preciosa experiencia porque abrí, de casualidad, el mensaje de texto que mi hermana me envió el día que todo comenzó. Iba yo apretujado en un bus blanquirojo de la compañía “Orión”, camino de la universidad, en mi primer día de clases, cuando de pronto vibró mi celular. A las 16.18 pm de aquel día mi hermana me deseaba inmensa suerte y me auguraba un cambio de vida inminente. Imposible hoy no sentirme agradecido.

Yo y Michel en el Cusco, un amigo genial a quien conocí estudiando la maestría.

1 comments:

Sara dijo...

Hola Rodrigo,

Interesante lo que has escrito , me parece muy reflexivo y fenomenal.Me asombra conocer las ideas que han tenido cabida en tu mente.. te veía un chico inquieto en lo intelectual y en lo psicomotriz también :)
No es negativo ser un estudiante eterno, es propia de la naturaleza humana ser un aprendiz, la vida es un aprender y desaprender continuo. Las conclusiones a las que has arribado son grandes verdades ..las humanidades alimentan el espíritu..no sólo se debe estudiar para ganar dinero sino para alimentar el espíritu, cultivar la sabiduría que el arte de vivir. Suerte con tus nuevos retos y oportunidades !!