Sin quererlo, pero sin oponerme a ello,
he permitido que el paso del tiempo desnaturalice las características y
vigencia de Líneas Personales. En silencio, como agazapado, como
indispuesto, permisivo, me he alejado de la terapéutica disciplina de escribir.
Quizá por falta de tiempo, o por falta de ánimos, o por sequedad de ideas, no
lo sé. Pero qué duda cabe de que la escritura, como el idioma, o más
precisamente como un arte, o acaso como un oficio, se olvida cuando no es
practicado y se enfría y desnutre hasta la inanición con el paso del tiempo.
En mi caso, diría, no he dejado de
escribir por falta de experiencias nuevas o inspiración creativa. Ambas las he
tenido a mi lado durante el curso de los últimos meses. Quizá lo que no he
tenido a discreción es tiempo: horas, minutos, segundos. Y además actitud. Sí,
actitud. De pronto escribir, para mi, se ha convertido en una tarea tediosa,
demandante, compleja. Una labor difícil, ineficiente en términos económicos y
absorbente en desgaste intelectual y horas invertidas. Adicionalmente, creo que
me ha faltado el miedo, el miedo necesario para cumplir con Líneas Personales con orden prusiano,
semana tras semana, cuatro veces por mes, 48 veces al año. Según leí alguna
vez, nadie menos que Napoleón afirmó que todo hombre necesitaba de cuatro
importantes elementos para triunfar: interés, amor, voluntad y miedo. Y, valgan
verdades, ‘let the truth be spoken’,
a mi me han faltado – y me faltan aun en el presente – al menos un par de ellos.
Creo, no obstante, que el actual “estado de mi cuestión” convierte en
imperiosa la necesidad que tengo de escribir sobre ciertas y extraordinarias
situaciones que estoy por vivir, las que no esperé desde un inicio pero sobre
las que mantengo un optimismo (in)fundado que me genera una sedativa
tranquilidad de espíritu: después de ocho largos años de vivir en Lima, y no
precisamente por voluntad propia (pero
tampoco contra mi voluntad), me mudo a la ciudad del Cusco, donde habré de
vivir por un tiempo indeterminado pero de carácter temporal, inicialmente.
Debo confesar que la idea de dejar la
ciudad en la que hoy vivo, y en la que nací según Víctor Hugo (quien afirmaba
que uno nace en donde aprende – por medio del estudio - un oficio), no se me
presentó de forma trágica, infausta, funesta. Por el contrario, si bien es
cierto que en esta ciudad he crecido mucho profesionalmente (empezando,
literalmente, de cero), en muchas ocasiones me he sentido como extraviado, como
perdido, desorbitado. Ha sido pues una constante durante mi largo periplo
costeño la percepción/sensación de que – al cabo de un tiempo razonable - Lima
y yo no hemos logrado conectarnos, o encontrarnos si quiera, a pesar de
voluntariosos intentos no sólo de mi parte sino también de la de varios de mis
amigos, los que se han establecido ya en esta ciudad y difícilmente – aunque
les cueste aceptarlo – podrán en algún momento dejarla.
Diría, asimismo, que por tal motivo me
entusiasma la idea de dejar Lima, porque después de todo he aprendido inmensas (y
ya suficientes) verdades en esta caótica, desordenada pero también hermosa y
marina ciudad; y finalmente soy de la idea que, así como cuando se lee un
libro, uno puede saltarse las partes que no le contribuyen y concentrar su
lectura en aquellas páginas donde se encuentra concentrado el aprendizaje o la
utilidad del texto, así también cuando uno siente haber conocido y aprendido
suficiente sobre un determinado lugar sobreviene entonces la impostergable
necesidad de dejarlo, sin mucho rodeo y con actitud resuelta y frialdad de pensamiento.
Claro, ello mientras uno conserve su libertad individual y mantenga, libre de
ataduras familiares y/u obligaciones laborales, un cierto libre albedrío respecto del lugar
donde uno elige vivir (libertad que dicho sea de paso se va compungiendo con el
pasar de los años).
Sé que la ciudad del Cusco, por otra
parte, no es más la apacible y tranquila ciudad que visité en las navidades de
mi niñez, donde nació mi padre y vivieron mis abuelos. Un mal entendido ‘progreso` la ha convertido
en parada obligada de una masa incólume de visitantes extranjeros y nacionales
que, sin siquiera percatarse del
significado histórico y hasta religioso del lugar, han tomado por asalto su
Plaza y centro histórico y los han convertido en una suerte de “Las Vegas” andino, una céntrica y
enfermiza “ciudad-discoteca”, donde
reinan a título exclusivo, qué duda cabe, y con la más absoluta impunidad
legal, vicios y peligros en número
infinito. Pero es también cierto, tal y como diría mi hermana, que uno se
construye la ciudad en la que quiere vivir tras los cementos y ladrillos de la casa
propia, donde se pueden poner cerrojo y candado a los excesos y atropellos que
cometen en el Cusco a diario las “aves de
paso” foráneas (de las cuales yo probablemente pertenezca a la bandada
ermitaña y aflojada, de ser el caso).
Existe, no obstante, un pequeño resquicio
de congoja y tristeza en esta agotadora e (in)finita tarea de mudarme: viviendo
en la ciudad del Cusco, mis estudios de historia en la maestría de nombre
homónimo que curso en la Universidad Católica (PUCP), se verán
irremediablemente suspendidos, después de un auspicioso y promisorio 2011. No
puedo pues evitar, en ese sentido, sentir una ligera sensación de fracaso, una
frustrante percepción de equívoco consciente que me lleva a pensar que se ha estropeado
la mencionada empresa y que, a pesar que mi mudanza a la ciudad del Cusco es en
principio temporal y momentánea, terminará por ganar la partida y convertirse
en un arbitrario y tirano final a mis aspiraciones académicas.
Quizá para palear tal sensación, que por
cierto es demoledora, en un ataque de pánico consumista, irrefrenable,
nervioso, compulsivo, y haciendo honor a
la publicidad de Master Card (“para todo
lo demás existe…”), me he pedido ya por internet cuatro sendos libros de historia,
bien densos y complejos (y además en inglés), como para ocupar mi tiempo en mi
destino y ahuyentar así la sensación de fracaso y modorra intelectual que se ha
hecho de mi desde hace unos días, y contra la que – honestamente – siento haber
perdido de antemano toda esperanza de emancipación.
Finalmente, no se puede dejar de lado que, a pesar de
todo lo dicho, la realidad de estar más cerca de Arequipa, aunque sea
geográficamente, es siempre alentadora y preciosa. Así como cuando de niño,
ante la oscuridad de la noche, uno prefiere dormir cerca de los padres, o
acostarse en el cuarto del hermano(a) cómplice,
así también he sentido desde mi primer día en Lima un magnético e
irresistible deseo de regresar a mi ciudad y mi casa, que no ha disminuido durante
mis incontables noches limeñas y que, por el contrario, se ha desbordado con el
pasar de los años. Creo, por consiguiente, que mi viaje al Cusco terminará -
aunque “de pasadita” – acercándome a
mis orígenes characatos para devolverme, si es que es todavía posible, algo de
las energías y vigores que estos cambios me han hecho invertir.
Así también, espero finalmente con
ilusión que, en retrospectiva, mi mudanza al Cusco, la misma que en ningún
momento planifiqué pero a la que no me he opuesto por un asunto de deberes filiales,
termine por fortalecer a mi personalísimo blog querido/diario
personal/laboratorio literario, espacio hoy descuidado y relegado en mi lista
de prioridades, sobre el que he tolerado, como ya señalé en el primer párrafo
de este artículo (silencioso, agazapado y permisivo), se cierna un letargo
atroz, pasmoso, abominable, que lo ha convertido en una esfera descuidada y
falta de energía y en la muestra ferviente de mi falta de disciplina individual. Pero prefiero no prometer nada. Ya antes lo
he hecho y no he cumplido. Veremos cómo me va esta vez.
Despedido. Mi primo Dante y amigos (de izquierda a derecha) Pablo Valdez, Diego Carrillo, Mario Chirinos y Diego Lopez de Romaña en una pequeña reunión de despedida, organizada ayer.
2 comments:
Nos dejas characato!!!.....
Que salado, justo estaba arriba durmiendo....
Exitos!
Suerte hermano!!!
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