Lectura del fallo de La Haya. Fuente: Google Images (30/01/2014). |
La
lectura reciente del fallo de La Haya ha sacado a la luz percepciones añejas de
desconfianza y prejuicio que, ocasionalmente, se han manifestado en las (desde
1879) sensibles relaciones diplomáticas que mantienen el Perú y Chile.
Guiados
por la ansiedad derivada de la absolución de la controversia territorial que
los enfrentaba, sectores políticos de ambos países hicieron suyas posturas
marcadamente definidas en los días previos al fallo: por parte de Chile, las
explicaciones, o mejor dicho excusas anticipadas, la voz temblorosa de algún
ministro y las declaraciones de su principal agente diplomático, Alberto Van
Klaveren, en el sentido que se había hecho “todo
lo posible” para defender los intereses del país, denotaban un cierto derrotismo
que parecía presagiar una estrepitosa derrota diplomática; en el lado peruano,
la propuesta de un ex presidente de embanderar los hogares en señal de “unidad patriótica” y, en general, las
declaraciones del agente peruano en La Haya, sumada a la de algunos ex
embajadores e incluso militares en retiro, presagiaban, aunque con cierta
mesura, que el resultado sería ampliamente positivo para los intereses
peruanos.
Percepciones
aparte, los jueces de La Haya terminaron adjudicando cerca de 50 mil kilómetros
cuadrados de mar al Perú, limitando no obstante el perjuicio sufrido por Chile
a sólo 21 mil kilómetros cuadrados de territorio perdido en su zona económica
exclusiva. Pero el presente trabajo no tiene por finalidad exponer los detalles
jurídicos del fallo, ni mucho menos elaborar un análisis sobre la rectitud o
falencias del mismo. Por el contrario, son
las reacciones que el fallo generó, en ambos lados de la frontera, las que
inspiran el contenido de este artículo.
Hace
un tiempo tuve la oportunidad de leer un libro bastante revelador, titulado “Guerreros Civilizadores”, escrito por Carmen Mc Evoy*, que pretende
construir la imagen ideológica de cruzada civilizadora (y hasta santa) con que
los medios de comunicación, sectores políticos (y hasta religiosos) chilenos
justificaron la invasión de Bolivia y el Perú en la Guerra del Pacífico. Ello
se realizó mediante la construcción idealizada de una imagen particular: un Chile recto, organizado, justo y
civilizador se vio de pronto cercado por dos vecinos donde el desorden, la
corrupción, la inmoralidad y la ambición desmedidas habían ennegrecido el ideal
de justicia y libertad con el que Bolivia y el Perú nacieron a la vida
independiente. De ahí el título del libro: los soldados de Chile eran, para
la amplia mayoría de la sociedad sureña de entonces, verdaderos “guerreros civilizadores”, encargados de
llevar la luz de la virtud y el orden de una sociedad superior al territorio
peruano y boliviano, donde la inmoralidad y el salvajismo social campeaban a
mansalva.
La
breve hipótesis de este artículo es que, si bien es cierto con diferentes
matices, en la actualidad un sector amplio de Chile sigue suscribiendo la
creencia que sustentó el mito de los “guerreros
civilizadores” hace más de 130 años.
Para este sector, en ese sentido, los estados del Perú y Bolivia son instituciones
eternamente corruptas, desordenadas, inmorales, ambiciosas (y envidiosas), que amenazan con su sombra revanchista el
desarrollo y el progreso de un virtuoso, pacífico e inocente Chile. De igual manera, para este mismo sector los
pueblos del Perú y Bolivia siguen constituyendo la misma masa anónima de gente ignorante,
que vive por siempre engañada y manipulada por sus políticos individualistas,
los que usan el nombre de Chile únicamente para exclusivos fines de aprobación
política interna.
En
consecuencia, en no pocos programas políticos chilenos (que llegan al Perú
gracias a la señal internacional de cable), la opinión de analistas, ex
presidentes, diplomáticos y en general académicos era prácticamente la
misma: ante La Haya, el Perú había “inventado” un caso confuso que, sin ningún tipo de
fundamento jurídico, se aprovechó de la buena fe de la Corte Internacional de
Justicia, organismo que en la opinión de los mentados
especialistas emite siempre fallos “salomónicos”
en los que el derecho juega un rol secundario ante la equidad. Es decir,
difícilmente se reconoce el profesionalismo o la consistencia jurídica del
reclamo diplomático peruano, incluso después de que la Corte consideró que el
mismo merecía los miles de kilómetros cuadrados que efectivamente recibió en la
sentencia.
De
ahí que, pasado el susto inicial (dado el derrotismo previo existente en los
círculos políticos de Santiago), variados actores se opusieran enconadamente al
fallo, aunque sin desconocerlo (precisamente para salvaguardar la existencia
del “mito” de Chile como un país
justo y respetuoso del derecho): el Senado aprobó oficialmente una ley que
declaraba al fallo como “arbitrario”
y, aunque se comprometió públicamente a cumplirlo, el Presidente Piñera
interpretaba que la frontera terrestre con el Perú se había
también modificado a raíz del fallo, adjudicándose Chile los 37 mil metros cuadrados del
triángulo terrestre peruano que, de acuerdo a La Haya, habían quedado como
territorio de “costa seca”. De acuerdo pues al “mito”, Chile nunca puede perder contra el Perú y, si lo hace, debe hacerlo aunque sea ganándose "alguito". No olvidemos que esta derrota se debe, según la percepción de amplios sectores de Chile, a las malas artes de la política peruana (cuya diplomacia “construye” casos falsos y se aprovecha
de la buena voluntad de los organismos internacionales y también de la rectitud
jurídica de Chile, país respetuoso de la legalidad).
Por
otra parte, los esfuerzos para minimizar la evidente derrota sufrida por Chile
ante el Perú en la Corte de La Haya, pues contradice precisamente el “mito” al que se refiere este artículo, la
puede ejemplificar la siguiente captura de pantalla de la página web oficial del
gobierno de Chile: en ella, el triángulo
externo adjudicado al Perú, sobre los cuales el Perú no podía ejercer presencia
alguna antes del fallo (eran considerados como área donde Chile imponía, no una
zona económica exclusiva, sino su “dominio
presencial”), es catalogada como
zona de “aguas internacionales” o,
dicho en buen cristiano, “tierra de nadie”.
Por
parte del Perú, la reacción oficial – si bien es cierto el fallo no acogía al
100% lo solicitado por Lima – fue de un triunfalismo exacerbado que, valgan
verdades, sirvió de poco para obtener de Chile los mejores oficios con miras a
que se ejecute el mandato de la Corte a la mayor brevedad posible. De igual forma, la toma de posesión simbólica
del triángulo externo llevada a cabo por el buque guardiamarina “San Martín” y el barco científico “Melo” de la Marina de Guerra del Perú, a
menos de 24 horas de emitido el fallo, tampoco fueron los mejores gestos para
infundir tranquilidad a un Chile que todavía digería la pérdida territorial
sufrida en Holanda. Ahora bien, también es importante entender el contexto
en el que ambas actividades se presentaron: desde 1821, el Perú no ha
incrementado nunca de manera tan generosa su territorio como lo ha hecho el
pasado 27 de enero a raíz de los aproximadamente 50 mil kilómetros cuadrados de
nuevo territorio marítimo que le adjudicó la Corte de La Haya (cabe señalar en
ese sentido que el Perú no es un país suscriptor de la Convención del Mar, por
lo que no ha renunciado formalmente a la soberanía sobre la integridad de las
200 millas marítimas que bañan sus costas).
Por otra parte, respecto del triángulo terrestre de “costa
seca” que, aparentemente, Chile pretende adjudicarse, la posición peruana
ha sido altamente unitaria: dicho
territorio quedó claramente delimitado por el tratado de límites que
suscribieron el Perú y Chile en 1929 y pertenecería indefectiblemente al
Perú. En caso que hubiera alguna controversia derivada del mismo, Chile tendría
que solicitar el arbitraje de los Estados Unidos para que sea este país quien
dirima – nuevamente de acuerdo a lo estipulado en el Tratado del 29 - respecto
de la pretensión chilena sobre un territorio cuyos derechos de soberanía son
actualmente ejercidos por el Perú.
Finalmente,
lejos de imágenes estereotipadas de uno y otro país, resulta positivo destacar
que Chile y el Perú están solucionando sus problemas limítrofes por la vía del
diálogo y el respeto al derecho internacional. El continente americano, y en
realidad el mundo en general, tienen sin duda lecciones que extraer sobre las
relaciones políticas y comerciales del Perú y Chile: la noción de “cuerdas separadas”
practicada por el Presidente Piñera con Alan García y posteriormente Ollanta
Humala, por la que el comercio y la integración económica de ambos países
avanzó con intensidad de manera independiente al proceso de La Haya ha sido quizá la principal garantía
de paz en toda esta controversia, y una innovación realmente positiva por parte de
la diplomacia chilena que encontró adecuada acogida en el Perú. Ante ella,
y en general ante el ingente crecimiento en la cooperación económica de ambos
países, es probable que hasta los mitos más longevos acaben finalmente desapareciendo.
* Carmen Mc Evoy. "Guerreros Civilizadores - Política, sociedad y cultura en Chile durante la Guerra del Pacífico". Perú (2011): Centro de Estudios Bicentenario.
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