LA INDEPENDENCIA EN EL SIGLO XIX

Hace poco cayó 28 de julio: el día de la fiesta nacional. Los peruanos – algo timoratos – celebramos nuevamente nuestra independencia. Las calles se cubrieron de rojo y blanco. Los buses recargaron sus pasajes. Y Alan García dio su mensaje presidencial. Sobre él, poco para decir: hizo una serie de pronunciamientos matemáticos y estadísticos que, lejos de causar optimismo entre la población, la confundieron, perdiéndola entre cifras económicas y bonanzas surreales. A pesar de ello, nuestros legisladores lo aplaudieron. Y es que antes habían acudido - como una gran familia feliz - al Tedeum  ofrecido por nuestro “Santo Limeño”, el Monseñor Juan Luis Cipriani.

Yo, por mi parte, decidí reflexionar un poco sobre nuestra independencia. Sobre el proceso histórico que la marcó. Intenté desnudar a esos peruanos que quisieron liberarse del tiránico español. A esos criollos limeños que – como sus pares latinoamericanos – pusieron en polvorosa a las fuerzas monárquicas. Sin embargo, a pesar de buscarlos en numerosos libros de historia, no pude encontrarlos y preparé las letras que siguen a continuación.

Empezaré diciendo que nosotros no somos Colombia o Argentina. En nuestra tierra, los criollos no gestaron un movimiento revolucionario propio que tuviera la intención de separarse y hacer de nuestro Virreinato una “zona de guerra” para el invasor ibérico.  Aquí no existió pacto político alguno, ni lucha social destinada a aniquilar a los servidores del Rey. Por el contrario - en el Perú - las clases criollas miraron siempre con recelo el nacimiento de la nueva república. No tenían argumentos – ante una hipotética libertad - para justificar la exclusión de los indios y su estado indigno de sumisión. Necesitaban pues a los esclavos. No podían vivir sin ellos: el Perú tenía que pertenecerle al hombre blanco.

Nuestra clase pudiente, en aquél entonces, no descendía del Ande. Y tampoco se identificaba con las culturas ancestrales del Perú. En contraste, se consideraba descendiente de Pizarro. De hombres de “buena raza”. De los mismos españoles que crearon la “Ciudad de los Reyes” en la costa, para dividir eternamente al país y darle la espalda al Cusco Incaico. 

Fundación española de Lima. En un acto de gran inteligencia geopolítica, al fundar su capital en la costa, los españoles dividieron al Perú y cortaron de raíz cualquier posibilidad de integración con el Imperio Incaico. 

Si de nuestros criollos hubiese dependido, la libertad del Perú sería hoy una ficción. Una quimera de la historia. No tendríamos bandera ni escudo nacional. Ni tampoco himno patrio. Nuestra clase alta (que era la dirigente de la sociedad), en la mayor parte del siglo XIII y XIX, siempre estuvo más cerca de Europa que de América.  No por nada se opuso a Túpac Amaru II y su revolución (tolerando incluso su tortura y asesinato en la Plaza San Francisco del Cusco). No por nada condenó la revuelta de Mateo Pumacahua y su levantamiento armado (aceptando los fusilamientos de Umachiri, donde fue ultimado Mariano Melgar).

Y yo no puedo evitar preguntarme… ¿si Amaru o Pumacahua hubiesen triunfado – a pesar de la oposición costeña – y hubiesen fundado una patria pluricultural y diversa, acaso el Perú sería hoy más prospero y grande? ¿Sería quizá menos segregacionista y racista? ¿Sería un pueblo más patriota, orgulloso y racialmente genuino?

Es hora de cortar ya las mentiras. El Perú no fue libre e independiente por sus propios medios. A nuestro país lo liberaron regimientos extranjeros. Soldados colombianos, argentinos y chilenos. Hombres aguerridos que - dando su sangre por un Imperio al que alguna vez pertenecieron - combatieron a las fuerzas españolas en nuestros cerros y quebradas. Sí, también hubieron soldados peruanos. Muchos compatriotas murieron en Ayacucho. Pero los líderes de la revolución, los independentistas, fueron extranjeros. Y estaban unidos al Perú en cuerpo y alma: sabían que la tierra del Inca tenía que ser el escenario final de la derrota de España.

Torturado. Mural cusqueño que hace alegoría a la tortura sufrida por Tupac Amaru II, en la Plaza San Francisco, donde fue asesinado en una ceremonia pública.

Ante ellos, ante estos apasionados ejércitos multinacionales, nuestra aristocracia tuvo que ceder. Sabía que no podía controlarlos. Entendió que los procesos que se gestaban en América no iban a detenerse por los intereses de una clase social minúscula e improductiva. Que las fuerzas de San Martín eran verdaderamente revolucionarias y violentas. Por lo tanto, no pusieron obstáculos en su camino y aceptaron la piedra angular de la libertad (la derrota de los realistas).

Sólo así pudo nacer nuestra república, bajo una igualdad hipócrita, de espaldas a las masas nacionales, que continuaron oprimidas, explotadas bajo un modelo social medieval (feudal, racista y religioso).  Bajo una supuesta modernidad que – fuera de Lima – mantenía al país analfabeto y sin abrigo. Sin cobijo ni dignidad.

No resulta sorprendente pues que la economía de nuestro país (cuyos recursos dormitaban en lo más profundo de los Andes) demorase tanto en articularse. Es fácil entender el motivo por el cual nuestros vecinos, rápidamente, desarrollaron sus economías con una mayor equidad y eficiencia.

Al menos en la mayoría de su territorio se hablaba el español.

Sin embargo, y lo que es aún peor, es que con ese Perú endémico, superficial, desigual, con ejércitos raquíticos, desnutridos y aristocráticos, nuestros gobernantes – únicos en todo el mundo – iniciaron una lucha suicida por el poder. Todos se convirtieron en caudillos. Todos reclamaron para sí la propiedad del país.  Cambiaron la bandera como cinco veces. No tenían ningún sentimiento hacia el Perú. ¿Cómo pedirles patriotismo? Ellos no habían luchado por la libertad. Tan sólo dieron la bienvenida a San Martín y empezaron a planear los negocios que iban a emprender una vez que “fueran independientes”. Lastimosamente para todos - hasta como empresarios - nuestros aristócratas fracasaron. Y nunca dotaron al Perú de una clase capitalista sólida que pudiera evolucionar y sustentar la libertad de nuestra república con una economía integradora y eficiente.

Dicen que Roma no se construyó en un día. Y que todos los caminos llevan hacia ella. Así pues, a pesar de todo (con líderes nefastos y una aristocracia alienada) el país se fue asentando. A pesar del cercenamiento de Bolivia - que fue separada del Perú por la megalomanía de Bolívar - el estado comenzó a echar sus raíces. Por ejemplo, con el “boom” del guano la aristocracia nacional pudo saciar sus lujos más caros. Pudo europeizar completamente a Lima. Convertirla en la verdadera “Ciudad de los Reyes”. Sin embargo, nuestra clase alta - al compás de ese vals - también perdió la oportunidad de modernizar a un Perú que, inmensamente grande y rico, era ampliamente desproporcional a su capacidad y realidad intelectual.

Poco después  de esta primera oportunidad desperdiciada, en1879 (casi 60 años después de haber sido declarados, por un argentino, “libres e independientes”) la guerra contra Chile sepultó cualquier esperanza nuestra de éxito en el siglo XIX. Y ése es un tema que no desarrollaré en esta breve, dramatizada, pero concisa queja a nuestra historia. Ese tema es muy profundo y – sin duda – será motivo de un artículo futuro.

Lo único que puedo decir es que nuestra derrota, en aquellas épocas confusas, se debió – antes que a la pericia o potencia del rival – a la política patética de nuestro gobierno y sus aristócratas. ¿De qué otro modo se puede entender que un país desarmado se atreva a defender a otro país desarmado, en contra de uno bien armado y cohesionado socialmente? ¿De qué otro modo puede entenderse que, en plena guerra, dos soldados peruanos - que a las justas hablaban español - pregunten por qué peleaba el Patrón Perú contra el Patrón Chile?

El Repase. Cuadro de la guerra del Pacífico que representa muy bien nuestro siglo XIX. El pueblo en el suelo y pidiendo clemencia en una guerra ajena, traída a nosotros por la ineptitud política de nuestros gobernantes.

El siglo XIX fue la gran oportunidad que tuvo el Perú de liberarse verdaderamente de España. De quebrar – de un sólo puntapié – las cadenas que, por más de 250 años, hicieron de él una colonia oprimida y servicial. Pero lo hizo sólo en el papel. Firmó una independencia superflua, maquillada, inexistente. Los desastres militares de ese siglo fracasado, que costaron miles de vidas y una cantidad inmensa de rencor, que pervive hasta ahora, fueron el producto de la exclusión – por unos pocos – de millones de seres humanos que vivían en los cerros y junglas sin saber que eran peruanos y, mucho menos, que tenían derechos. Y esa realidad de segregación, de odio racial, de un Perú europeo y huachafo debe ser conocida por todos: la cúspide de la pirámide social peruana, en ese siglo fratricida, incurrió en una deuda muy grande con nosotros. Nos heredó un país cercenado, centralista, dividido e injusto socialmente.

Ante ese problema – y ya en el siglo 20 – peruanos de las nueva generaciones intentaron modificar la realidad. Algunos de extrema izquierda y otros de extrema derecha quisieron combatir la exclusión y olvidar para siempre las raíces históricas de nuestra independencia. Y ambos – cayendo en el mismo pecado de siempre - utilizaron ideologías extranjeras, confundiendo, los primeros, al cholo andino con el guajiro cubano o el koljóznik soviético; y, los segundos, al sambo costeño con el negro transatlántico o el esclavo africano.

Unos leyendo a Marx y otros a Smith.

Cuando debieron haber leído – aunque sea en una ocasión – un libro completo de historia nacional.

Así  pues, nuestra independencia tiene todavía un gran camino por delante. Y en ese camino deberá equilibrar a las fuerzas sociales del Perú, unificándolas y cohesionándolas, para convertirlo en un territorio articulado y compacto. No cabe duda que ese camino deberá estar dirigido por un hombre que se encuentre a la altura de las circunstancias. Por un ser humano de verdadera personalidad histórica que – ajeno a la charlatanería política – logre cicatrizar los traumas y heridas sociales del país, en beneficio de todos los pueblos que habitan la nación.

Pero es importante saberlo. Nuestro siglo XIX fue nefasto. Y nuestra independencia ilusoria. Sería injusto afirmar lo contrario, olvidando a los miles de hombres que perecieron como esclavos - o en la lejanía de sierras y selvas - sin saber nunca que ya eran ciudadanos de un Perú independiente y libre. 


1 comments:

Anónimo dijo...

Soy chileno y si hay algo que odio no es a ustedes los peruanos, sino a la xenofobia existente en nuestros países, sobre todo en el mío. Me parece un buen artículo, estudio Pedagogía en Historia y creo que si hay algo bueno en la enseñanza es tomar en cuenta, cuando se habla de la guerra del pacífico por ejemplo, la visión del vecino como una fuente valiosa.

Es íncreible ver la mediocridad e ignorancia que hay en torno al tema y la manipulación que ha exisitido por parte de los políticos. Un ejemplo con la política de Alan García de constantemente atacar a Chile por problemas limitrofes o por espionaje... cuando verdaderamente debería preocuparse de las condiciones materiales en las que vive su pueblo y producto de la cual cada día emigran más personas a pesar de las "alentadoras cifras de crecimiento economico"

P.D: si hay algo que admiro de ustedes es su buen uso del lenguaje.