LA LEY DE LA VIDA


Mis abuelos maternos, Vittorio y Elsa, el día de su matrimonio.

La muerte es una certeza. Es quizá la única certeza indiscutible en la naturaleza de los seres vivos. El cénit, la cúspide, la cima absoluta de la vida. Por algo existe el término vivir. Por que no se vive para siempre. Por que en algún momento los cuerpos, pieles, rostros de todos los seres vivos perderán su vitalidad. Por que la muerte no permitirá jamás a nadie escapar de su halo trágico y, si así lo hiciera, quizá la vida no sería lo hermosa e intensa que es, y sus momentos no serían tan fugaces y magníficos como son, por que si la muerte no existiera, tampoco existiría la vida, así como no existiría la oscuridad si no existiera la luz, o el día y la noche y así también la cantidad infinita de dualidades que caracterizan la vida en el planeta que habitamos, desde tiempos inmemoriales a nuestros días.

Sin embargo, a pesar de conocer tal realidad desde el momento mismo en que los seres humanos adquieren consciencia de sí mismos y de su propia existencia, cuando la presencia inexorable de la muerte se presenta ante nosotros con su semblante frígido, lúgubre, apocalíptico, pretendemos sin excepción huir de ella y hacemos lo imposible para escapar – amigos y víctimas - como si pudiéramos, de los mandatos inequívocos de nuestra propia naturaleza, la que por alguna extraña razón nos ha convertido en seres finitos, extinguibles, terrenales (gastemos lo que gastemos y aferrados como estemos a la idea de sobrevivir incluso a nuestra propia forma física).


Así pues, cuando muere un amigo cercano o quizá un pariente al que quisimos, sentimos nosotros que una parte de nuestro propio ser ha muerto con él, y que con su muerte se van cerrando capítulos de la vida de uno; capítulos que en perspectiva nos anuncian, aunque en un plano puramente inconsciente, que el tiempo avanza y que con él también se aproxima nuestro propio final; desenlace que, fieles a las más racionales leyes de nuestra especie, queremos que nunca llegue, que  queremos evitar a toda costa, puesto que la muerte genera en nosotros el susto más álgido, el pavor consciente, la angustia de nuestro fin certero. Al caer la noche, seremos siempre humanos: nos acabamos. Y es así como verdaderamente somos: una especie con prólogo y epílogo.


Escribo estas reflexiones por que esta semana murió una hermosa parte de mi familia materna. Y yo me siento excepcionalmente desconsolado, triste, abatido, a pesar de saber con anticipación y certeza matemática que esta conclusión se presentaría en algún momento no lejano a estas fechas.  A pesar de saber que esta persona no la estaba pasando bien y que, muy en el fondo de todo, esperaba también ella misma la llegada de su propio final, por que  no podemos engañarnos: los seres humanos, ni si quiera en el momento de nuestro suspiro final, en el momento cumbre de nuestra existencia, nos desprendemos de nuestra principal característica, la inteligencia propia (y vaya que esta tía mía había cultivado la suya): ella, más que todos nosotros, sabía con exactitud el lugar que ocuparía cuando el telón de su vida cayera por sobre el escenario al final de la obra.


Siendo absolutamente honesto, cuando ocurren sucesos como este,  muy en el fondo de mi, siento con una tristeza abrumadora que me estoy haciendo viejo y que mi familia no será más la misma y que nuestra infancia en la casa de mis abuelos Vittorio y Elsa en Mejía no volverá jamás y que mis primos se casarán y seguirán sus rumbos y que sus padres – mis tíos - también morirán, al igual que los míos propios y yo mismo al cabo de unos cuantos años.  Siento con una opresora seguridad el carácter finito de nuestra propia existencia, y en ese contexto no puedo sino añorar con inocente nostalgia el regreso de esos frescos días de verano, donde estábamos tan vivos y jugábamos al carnaval con mis tías y primos para luego sentarnos todos, alegres y mojados como unos chiquillos, a desayunar juntos como la hermosa y gran familia que somos y seremos hasta que llegue el final de todos y cada uno de nosotros. En ese entonces, al menos para el niño que yo era, de la muerte no habían ni novedades y su existencia terrible era sólo un concepto lejano, imperceptible, que mis padres y nuestros mayores en general ocultaban con fabulosa pericia.


Siento también una tristeza especial por mi madre, porque ella es la menor de sus hermanas y sé que la partida de su hermana mayor la ha devastado, a pesar de saber igual que yo que su final se acercaba de modo galopante, con una tenacidad  especialmente angustiosa en los últimos días.  Y es que la presencia de un hermano mayor es para el hermano menor, a un nivel puramente instintivo,  una representación extendida, encarnada de la protección maternal, sin la cual por un momento nos sentiríamos como perdidos, como extraviados, desprotegidos; sin la cual, qué duda cabe, mi madre experimentará sentimientos de soledad y abandono en el futuro próximo a pesar de los mimos de sus hijos y las personas que la quieren y rodean.


Siento también un dolor solidario por mis hermosos primos mayores, que estuvieron con su madre hasta el momento final,  que nunca faltaron a su supremo deber de buenos hijos, porque ellos son así y no podían hacer otra cosa y sus propios años y personalidades prueban de manera fehaciente el inmenso y genial trabajo realizado por su madre en su crianza. De una manera perversa, que no quiero aceptar, que jamás podré entender, y si es que la ley de la vida no se equivoca, identifico en la indescriptible pena de mis primos algo de mi propio yo futuro, de mi propio rostro triste y afligido, puesto que de la manera como partió mi tía, así también se irán mis padres y, así como mis primos mayores no rehuyeron a su deber filial y estuvieron con su madre hasta el final, así también deberé estar yo cuando la ley de la vida disponga que ha llegado el momento de la ida de los míos.


Creo que - sin duda - yo estoy ya experimentando algo de la ley de la vida: cada año que cumplo, cada cumpleaños que celebro, la muerte se me va acercando y me va haciendo notar con tenue simpleza que conforme uno va creciendo ella se va haciendo presente con mayor intensidad hasta que, llegado el momento, vendrá también por uno, como vino por nuestros predecesores antes que nosotros.  Sé, además, que a pesar de todo lo dicho, a pesar de saber que la muerte es la única certeza de esta vida, y que las manos que hoy escriben estas letras son materia y que como materia continuarán mutando por los siglos de los siglos, cuando llegue el momento de mi muerte, como el ser humano nervioso, miedoso y finito que soy, me aferraré también a la vida y no relajaré mis músculos, ni me dejaré ir, ni cerraré los ojos, ni pretenderé “descansar” o “dormirme” hasta que la muerte me haya derrotado completamente y haya suprimido hasta el último halo de vida de mi cuerpo, el mismo que seguramente reposará inerte tendido donde quiera que me encuentre mi fin, habiendo  antes recibido – eso espero – todas las confesiones y óleos religiosos con la finalidad de  prepararme, aunque sea a un nivel puramente espiritual, para algo que mi propio ser terrenal me impide e impedirá siempre comprender.


Pienso además que si hay algo hermoso en todo esto es lo siguiente: que sin esa presencia oscura, sin ese baúl negro que todos tenemos oculto en lo más profundo de nuestra consciencia, donde yace despierta la absoluta certitud de que algún día moriremos, la vida no sería lo sublime que es, ni tendría la fugacidad hermosa y aguda que tiene y las vivencias de uno, que seguramente se suceden como una suerte de autobiográfica película en el segundo previo a la muerte, no serían las experiencias asombrosas y revitalizantes que seguramente son sino sólo las escenas de una película previamente vista, en la que no existe más la sorpresa ni la posibilidad de sentir que, en un solo recuerdo, en una única imagen, en un cuadro singular, puede almacenarse –  excelentemente bien resumida – toda la experiencia de la humanidad propia vivida. Sólo por eso, en momentos como este, siento una extraña sensación de alivio y paz. Sentimiento que es producto de saber que, haga lo que haga, piense lo que piense y opine lo que opine el resultado se conoce de antemano: habrá un final. Y hasta entonces, sólo se puede vivir. Vaya realidad para bella.

5 comments:

Unknown dijo...

Bonitas, sentidas y profundas palabras.

Aunque nos separemos físicamente, nos une el recuerdo y las vivencias - buenas y malas.

Esto nos da la eternidad.

Miguel Damiani dijo...

Cuanto sentimiento, cuanta emoción siento en tus palabras, como queriendo atrapar el sol de aquella tarde que fuimos tan felices, en compañía de todos los que amamos, porque todos tenemos esas tardes hermosas que inflaman el corazón. Lamentablemente, como dices, todo esto llega a su fin y quiso Dios que así fuera, porque lo mejor que hayamos vivido no iguala al día más opaco que habremos de vivir allá, nuevamente juntos, con nuestro Padre, nuestros tíos, abuelos, primos, hermanos, cuñados y por supuesto, nuestros hijos y padres…Como en la mejor parrillada que recuerdes donde todavía estuvo Don Vittorio y tu tía ...y hasta yo los estaré viendo de lejos y seguro también gozaré, porque esa es la plenitud a la que estamos llamados, aunque nos cueste soltar las ataduras que nos sujetan a este mundo finito…
Disculpa que me entrometa, pero tus sentidas palabras me han conmovido…Realmente tienes una Gran familia, como para sentir aquello que logras transmitir. Mi más sentido pésame, Rodrigo.

JOrge Gonzáles Oré dijo...

Cada soplo de aire que inhalamos impide que nos llegue la muerte que constantemente nos acecha... En última instancia la muerte debe triunfar, pues desde el nacimiento se ha convertido en nuestro destino y juega con su presa durante un breve lapso antes de devorársela. Sin embargo, proseguimos nuestra vida con gran interés y solicitud durante el mayor tiempo posible, de la misma manera en que soplamos y hacemos una burbuja de jabón lo más grande y larga posible, aunque con la certeza total de que habrá de reventarse. (The Schopenhauer Cure. Irvin Yalom)

Diego (Gaizka) dijo...

Recién leo estas líneas y no cabe duda que, por más antagónico que fuese, el sentimiento expresado es tan transparente como esos "frescos días de verano". Eso lo hace de indispensable lectura. Un abrazo amigo, D.

Rodrigo dijo...

Gracias por sus palabras, amigos.

Rodrigo