CRÓNICA DE UNA VISITA AL CIELO



A medio camino, subiendo a la comunidad de Q'inqu.

Tenía que salir de mi casa a las 5.50 de la mañana.

Había quedado con mi profesor y compañeros del quechua que se dicta en la Universidad Nacional del Cusco en que los recogería a las 6 a.m. para viajar a la comunidad de Q’inqu: nos encontraríamos todos en la puerta de la universidad. Pero debí haberlo planificado, quiz para viajar antra a dos horas de la ciudada salir apurado a la ducha y posteriormente a la calle. á haber sido más prudente con la hora o cauto con mi puntualidad. Por que en este mes de diciembre el Cusco está siempre mojado y las paredes de sus casas muy frías y constituye realmente una proeza heroica el despertarse tan temprano. Así pues, como era de esperarse, terminé sucumbiendo a los placeres banales de mis colchas y mantas y me aparecí a las 6 y 40 de la mañana en el lugar acordado, ante los rostros desencajados de mis humedecidos compañeros, quienes habían llegado puntualmente a la universidad, arguyendo que había extraviado, sorpresivamente, las llaves de mi carro (engañosa justificación de mi tardanza).

Gozando o no de credibilidad inmerecida mi improvisado argumento, partimos todos con destino de la comunidad quechua mencionada. A lado mío, como copiloto, viajaba mi profesor y guía de viaje, Eleuterio, digno y académico lingüista quechua que ha dedicado su vida a enseñar el referido idioma en variados colegios y universidades del Cusco. Sentadas atrás, iban también tres compañeras de la universidad que, conspirando en mi contra, habían introducido al carro de manera subrepticia, furtiva, clandestina, al cachorrito de una de ellas, el mismo que hacía gala de una peculiar raza mestiza y respondía al muy nacional y andinísimo nombre de “Bush”.

Dado que lo abultado de mi tardanza me impedía ostentar la moralidad requerida para recriminar a mis compañeras o hacerles una escena por la presencia del pasajero canino, decidí aceptar trasladarlo, no sin antes advertir que si el perro se hacía pila en el asiento procedería a dejarlo abandonado en la carretera a merced del siguiente coche viajero que se apiade de él.

Y así emprendimos el viaje.

De manera quizá poco atinada, durante la parte inicial del trayecto nuestro profesor nos contó una anécdota poco feliz que le sucedió visitando una comunidad que se encontraba entre las selvas cusqueñas hace unos años: los comuneros no le creyeron cuando les informó que los visitaba por encargo de una dependencia del Ministerio de Educación y decidieron tomarlo cautivo por dos días. Según él, cuando los campesinos le facilitaron un celular para comunicarse con el Ministerio a fin de exigir mayores credenciales, le dijeron por la línea desde el Cusco que mandarían policías para verificar qué era lo que estaba pasando, hecho que enfureció a los lugareños todavía más:  “Si vienen los policías, morirán ellos y también tú” fue la respuesta que le dieron al profesor estos sospechosos líderes de comunidad.

Por más que detecté algunas inconsistencias en el relato de mi interlocutor, decidí creerle por completo sin hacer preguntas o indagar más en la razón de la inusitada – y, para mi, poco lógica - agresividad de estos campesinos. ¿La razón? Su historia sólo hacía el viaje más atractivo, interesante e intenso: estaba a puertas de visitar, por primera vez en mi vida, una purísima comunidad quechua-hablante, que se encuentra a más de dos horas de la ciudad, cuenta con milenarias tradiciones y sistema de autogobierno y a la cual, jamás, se ha acercado o aproximado el estado colonial o republicano del Perú. Me adentraría en una especie de isla independiente que ha permanecido autónoma a pesar del paso del tiempo y la globalizada modernidad en que hoy vivimos.  Por lo tanto, decidido a vivir la experiencia completa, continué escuchando con atención al catedrático que prosiguió con su historia señalando que el quechua, en aquél entonces, le salvó la vida, puesto que gracias a él pudo comunicarse con sus captores y depurar así la desconfianza que éstos originalmente le tuvieron, liberándolo al cabo de dos días bajo la condición de que no dé mayores detalles respecto del motivo de su requisa. ¡¡Qué lección precisa para esos instantes de viaje!! Había sido el quechua su salvador, su válvula de escape, su vía a la seguridad. Encontrándome yo en situación similar: ¿sería también auxiliado por él? Estaba próximo a averiguarlo.

No obstante ello, concluyendo la narración de su relato, y al notar el rostro preocupado de mis compañeras, el profesor se aprestó a tranquilizarnos: ello le ocurrió hace unos años porque se había presentado en la comunidad sin conocer a nadie. Había actuado ingenuamente y olvidado que las comunidades quechuas más longevas son, por propia naturaleza, desconfiadas y recelosas de sus tradiciones y modo de vida. Surgió entonces la inevitable pregunta: ¿Estábamos nosotros invitados a la comunidad de Q’inqu? ¿Éramos conocidos o esperados por alguien de la localidad, hecho que sin duda aligeraría la desconfianza natural que los comuneros nos tendrían? ¿O acaso seríamos tratados de forma suspicaz, desconfiada, cuando no directamente hostil,  alterando el aislado modo de vida de estos campesinos alto-andinos?

Fue entonces que surgió el nombre de quien haría de nuestro viaje una bellísima experiencia educativa: según el catedrático, éramos esperados por el “Tayta” (padre, en quechua) Basilio, hombre muy respetado en la comunidad, que incluso había sido su ex presidente y actual secretario. Para probar su punto, el profesor alzó su celular y lo llamó desde el carro anunciándole, en un quechua finísimo, del cual a duras penas logré entender algunas palabras, que ya estábamos llegando y que pronto nos desviaríamos de la carretera para iniciar el camino de trocha que nos “subiría” hasta nuestro destino (tuvimos suerte de que Basilio no se encontrara en esos momentos en la comunidad, dado que no en la misma no hay señal telefónica).

De tal manera, al cabo de hora y media, habiendo atravesado amenazantes precipicios, muy fangosos y húmedos sectores de trocha, así como una densa neblina que convocó mi extrema prudencia como conductor, llegamos hasta Q’inqu: sólo unas cuantas casitas de adobe adornaban su paisaje, el mismo que se encontraba sitiado por imponentes montañas verdes y adornado por el monótono sonido de los animales que los campesinos custodiaban en sus corrales. Los rostros iniciales de los niños y señora que nos vieron llegar, pues se encontraban al costado del camino, eran de obvia desconfianza: los ojos de estos pobladores se posaron fijamente sobre mi carro y más precisamente sobre mi asiento, el del conductor, enfocándome como cuando se observa detenidamente a alguien con la esperanza de reconocerlo al cabo de unos instantes.

No obstante ello, y sin prestarles mucha atención, procedí a cuadrar el carro en el primer espacio que pude. Habiéndolo aparcado, el profesor bajó del coche y saludó amablemente a los niños en su lengua nativa, haciéndoles una broma, pero estos permanecieron muy serios y en silencio. Entonces, y notando nuestro incómodo mutismo, el catedrático nos indicó la puerta de la casa a la que deberíamos dirigirnos.

Desde ese momento, todo cambió.

Por más que imaginé al Tayta Basilio como un hombre mayor, acaso de 50 o 60 años, grande fue mi sorpresa cuando nos recibió un joven de atlética compostura y de - máximo - 35 años, alzando su mano amigablemente para buscarnos el saludo. Nervioso, atiné a saludarlo y presentarme con un tímido y quizá mal pronunciado: “Ymainallan Kashanki, Tayta Basilio. Nuqa sutiymi Rodrigo”*; a lo que él respondió cálida y muy finamente que se llamaba Basilio, que se encontraba bien y que nos estaba esperando.

De ahí en más, el tiempo voló: el Tayta Basilio nos invitó a su casa para charlar, en cuya cocina su mujer, Santusa, nos preparó unas papas nativas, las mismas que trajo a la mesa junto a unas torrejas de papa y un delicioso mate de habas. Los niños, ya no suspicaces, sino más bien curiosos y con sonrisas tímidas, se pararon en la puerta a observarnos. Por mi parte, decidí aprovechar la experiencia desde el primer instante: “Tayta Basilio, noqa kani Arequipallaqtamanta; noqa runa simita yachaita hamushani; yachaita ashta munani”**. Algo apurado, desesperado por practicar mi quechua, le dije al Tayta Basilio que yo era de Arequipa, que había venido a aprender el quechua y que deseaba mucho poder llegarlo a dominar. Él, entendiendo el motivo de la visita, y sonriendo ante mis obvias ganas de aprender, procedió a contestarme en su lengua nativa, con una pronunciación muy dulce y palabras amigables y hospitalarias, que eso no era problema y que si en verdad lo quería aprender lo lograría al cabo de muy poco tiempo.

Una vez que quedó claro para el resto de la comunidad que éramos invitados del Tayta Basilio, y luego de haber conversado ampliamente con él, con altos y bajos en mi manejo del idioma, el profesor me indicó que salga a conversar con los campesinos y los niños: esa era la única manera de practicar en verdad mi quechua, porque el Tayta Basilio, para mi mejor entender, de manera muy amable y comprensiva, me hablaba lenta y pausadamente. Pero la prueba de fuego, el examen que estaba yo buscando, lo encontraría afuera, en los senderos fangosos de la comunidad y sus campos y no en la pequeña pero cálida casa de nuestro anfitrión.

Así pues, me hice a la marcha y saludé a muchos niños y señoras mayores que, siempre portando una sonrisa, me contestaban el saludo e indagaban sobre el motivo de mi visita. Su rostro era de obvia sorpresa: no es común para ellos que peruanos de la ciudad los visiten con la única intención de aprender su idioma; si algo es común para ellos, y ello es lamentable, es la percepción superviviente de que el idioma quechua, incluso hoy en día, es un idioma perseguido y vergonzoso, al que están condenados a hablar los pobres y desdichados. Muy a lo bruto, pero concentrado, intenté en variadas ocasiones expresar que el quechua era una lengua bellísima (“runa simita ashta sumaqta kanki”***) y que – en mi opinión – poseía un grado de sofisticación y variedad lingüística que era ampliamente superior al del castellano. Incluso, les bromeaba y cuando con timidez me hablaban en castellano me hacía el desentendido: “Imaninantan nin “nueve años” irqichay?”****.

Y ellos sonreían. Me hablaban poco. Pero ya me conocían. Y con eso me bastaba. Es extraño, pero en estas comunidades la vida transcurre tan tranquila y tan pacífica, que resulta inevitable sentir por momentos una genuina sensación de felicidad, de tranquilidad, de paz espiritual. Me he encontrado pues con un lugar donde sobrevive lo original, lo puro, lo propio, lo histórico. En parajes como este todo acontece pausada y felizmente y a los individuos nunca les falta una sonrisa incluso cuando no entienden lo que uno les dice. Me sentí pues como en casa y, por ratos, intenté ser uno más de ellos, aunque ellos seguramente no me vieran así.  

De tal manera pasaron las horas y pronto comenzó una fuerte tormenta. Preocupado por el estado del camino de retorno, el que estando seco en la ida tenía largos tramos de trocha cubiertos con agua empozada por la lluvia nocturna, sugerí a mi profesor que regresáramos. Él estuvo de acuerdo y así nos despedimos muy afectuosamente de los niños, las señoras y el Tayta Basilio y su familia. Él tuvo palabras muy lindas para con nosotros y aceptó, luego de que yo lo hubiera propuesto, tenerme con él, en su casa, y como un hijo más, por unos días durante el mes de enero. Incluso me mostró mi cuarto. Desde ese momento sus hijos son mis hermanos y su esposa, Santusa, mi madre adoptiva. He prometido regresar en enero con todavía muchas más ganas de aprender de ellos y, también, con una pelota de fútbol de regalo que les he ofrecido a mis hermanos. Espero, en ese entonces, poder ser uno más de su equipo para jugar con ellos bajo la lluvia en el primer mes del 2013. Que así sea.

Así pues, concluyó nuestra visita y emprendimos el extenso camino de retorno. La tormenta nos acompañó por largo tiempo con el intimidante retumbar de sus truenos, mientras transitábamos una trocha ahora mucho más mojada y peligrosa. A pesar de ello, de lo agreste de la naturaleza y de la altitud de los precipicios que surcábamos entre el fango, en nuestros rostros sólo habían sonrisas y una extraña sensación de calidez. Al cabo de unos minutos, las casitas de la comunidad se perdieron de vista en el ocaso montañoso y las luces de la ciudad del Cusco, en el horizonte, nos anunciaban con su reflejo que nos acercábamos a casa.



Traducciones
* "¿Cómo está, Tayta Basilio? Mi nombre es Rodrigo".
** "Tayta Basilio, soy de la ciudad de Arequipa; yo he venido a aprender el quechua; mucho quiero aprenderlo".
*** "El quechua es un idioma muy bello".
**** "Qué quiere decir "nueve años" mi niñito?"






Pd: Comparto ahora algunas fotografías del viaje.


Con mi "Yachachiqñiy" Eleuterio, muy temprano en la mañana, por partir a la comunidad de Q'inqu.





Foto de "Bush" el canino subversivo que viajó en mi carro sin haber sido invitado.




Foto con mis hermanos.




Foto con mis padres adoptivos, Basilio y Santusa.




Foto de un niño muy hermoso, que sólo sonreía y no me hablaba.





Iniciando el camino de regreso.

3 comments:

Anónimo dijo...

Bonito relato. Suerte aprendiendo quechua.

Anónimo dijo...

trinidadbucentaure.blogspot.ru est le blog idéal pour quiconque veut en savoir sur ce sujet. Vous savez autant ses presque difficile d'argumenter avec vous (non pas que j'ai vraiment voudrait ... haha). Vous avez certainement donner un tour nouveau sur un sujet thats écrit sur des années. Great stuff, tout simplement génial!

Anónimo dijo...

sacramento buy celebrex I doubt it.