UNA NOCHE INOLVIDABLE

Instantánea tomada la noche del 19 de diciembre de 2003, cuando el Cienciano del Cusco se consagró campeón de la Copa Sudamericana (Fuente: Google Images).

Son ciertamente escasos los momentos de algarabía exagerada, de júbilo descontrolado, de totalitaria felicidad; y son, además, cortísimos, fugaces: ese segundo de exultación alegre, que se apodera de pronto de uno y que, mentiroso, pretende parecer eterno, así también se va y desaparece y devuelve a quien lo experimentó a la tristeza natural del hombre regular. Porque el hombre cotidiano tiene mucho de triste, de opaco, de luctuoso.

¿Quién no ha experimentado en su vida momentos de histérica alegría?

Esta semana que pasó yo tuve la suerte de recordar uno de esos momentos. Y, aunque fue corto y engañoso cuando ocurrió (porque fue tan intenso que pareció perpetuo), por segundos volví en estos días a advertir ese sentimiento fantástico: la emoción que pareciera convocar al llanto, las lágrimas rebeldes que pretenden escaparse para hacer gala de su rocío alegre.

Así como muchos de mi generación, yo me crié en Arequipa con la noción de que, sólo por ser peruano, estaba condenado al perpetuo fracaso deportivo. Durante mi etapa escolar, fueron incontables las tardes en que - saliendo del colegio - me dirigí raudo al hogar familiar para ver un partido de fútbol donde jugara Perú, llámese por eliminatorias, llámese por copas américas. Recuerdo, incluso, el hermoso e íntimo ritual que implicaba ver a nuestro equipo competir: si el partido era por la tarde, un almuerzo delicioso en compañía de mis primos y primas precedía el encuentro; si era por la noche, mi padre nos pedía una Pizza Brunos y juntos todos nos sentábamos apretujados en el sofá de la sala para ver el match. Pero la historia era siempre la misma: pronto, las caras sonrientes de emoción y dicha desaparecían y daban paso a semblantes cargados de decepción y amargura. Después de la batalla, eran varios los generales que emitían sus severas condenas: “es la historia de siempre”, “ya no vale la pena jugar”, y la crítica particularmente funesta pero bastante peruana que pretende pasar por objetiva: “siempre fuimos menos”.

Yo, entonces adolescente, tomé como natural esa negatividad destructiva con que los peruanos solemos acostumbrarnos al fracaso. Esa tristeza plagada de sumisión y cobardía que nos impide levantar la cabeza después del primer golpe recibido, que termina sustituyendo la ira y las valientes ganas de revancha por una modorra irresistible que nos acomoda perezosa y lentamente sobre la lona: en otras palabras, que nos convierte en seres que renuncian, de manera anticipada, a luchar por la victoria ante la mínima adversidad presentada.

Pero en el año 2003 todos recibimos una lección de lo que somos realmente capaces de hacer los peruanos si nos mantenemos unidos y, lo que es más importante, aguerridos y aún hasta soberbios. En ese diciembre, en un lugar de Arequipa, fuimos varios los que presenciamos aquél inigualable momento histórico: el Club Cienciano del Cusco, con un plantel reducido y austero, nuestro David andino, llegaba por primera vez a la final de la Copa Sudamericana y enfrentaba en ella al poderoso River Plate de Argentina, un Goliat que parecía indestructible y que amenazaba con brindar al protagonista de nuestra venturosa película su triste y eterno final, al que estábamos acostumbrados de antemano: el del fracaso y la derrota peruanos.

Pero aquella tarde, aquél 19 de diciembre de 2003, nos tocó ser a los peruanos los indestructibles, los amenazantes, los invencibles. ¡Cómo olvidar aquella jornada! Si la recuerdo como si hubiera sucedido ayer: llegar al estadio temprano junto a mis amigos y a una marea de camisetas rojas, de gente que procedía de varias ciudades del país, ante un atardecer amenazante y de los más rojizos y violetas que alguna vez presencié en mi vida.

A pesar de lo duro del rival, puedo afirmar que no había temor en nuestras filas: ya el Cienciano había hecho un magistral encuentro en Buenos Aires, donde había empatado 3 a 3 y, por vez primera, nosotros estábamos seguros de que en Arequipa, protegidos por nuestros Andes y nuestro volcán, sobre los 2350 msnm en que existimos, seríamos aquella noche invencibles y campeones por vez primera.

Pero la sensación de triunfal expectativa pronto se desvaneció: los rioplatenses plantaron cara su derrota. Fieles a la grandeza de su escudo, no se dejaron intimidar por un público combustible y por la helada altitud nocturna. Lo que fue aún peor, el arbitraje dejó mucho que desear y, por momentos, parecía como que todo estuviera configurado para que sea el equipo argentino el que termine finalmente campeonando en Arequipa.

Hasta que llegó el momento del que hablé a inicios de este artículo: el de la histérica alegría, el de la explosión del júbilo, el de la emoción descontrolada, el del gol histórico. A los 78 minutos, un paraguayo desconocido, bautizado para nosotros como Carlos Lugo, entró a la historia del futbol peruano para no marcharse jamás. Mediante la ejecución de un magistral tiro libre venció al golero Constanzo del River Plate por su parante derecho y el estadio vibró hasta sus cimientos de emoción. Quedaban ya pocos minutos y, por primera vez en la historia, podíamos los peruanos ser campeones de algún certamen internacional a nivel de clubes.

En aquel momento, hubiera sido natural para cualquier equipo nacional el desordenarse y retroceder de manera peligrosa y dubitativa hacia el área propia, pero no esa noche; no en aquella jornada. En aquella ocasión, por el contrario, el Cienciano continuó jugando a la ofensiva. No estaba, después de todo, solo: lo acompañaban también nuestros policías, las tribunas, los recogebolas, los periodistas, los cerros, el frío, la altura, la patria. No pudo por consiguiente el River Plate despertar del knock out recibido y volver al cuadrilátero para tentar la victoria, incluso cuando el Cienciano estuvo con 10 jugadores. En contraste, fue más bien s bien ﷽﷽﷽frustraciate de Argento absoluto.peruanos, producto de nuestra difibundo que supo canalizar esa frustraciate de Argent apabullado por un cuadro cusqueño furibundo que supo canalizar esa frustración e ira que, en mayor o menor medida, tenemos todos los peruanos producto de nuestra difícil historia, y canalizarla hacia la consecución de un objetivo sensacional: la victoria y el campeonato absoluto.

Qué duda cabe que aquél 19 de diciembre estaba predestinado a ser nuestro. Solo por aquella noche nos permitió el destino a los peruanos ser genuinamente invencibles, sentirnos un pueblo elegido, triunfante, extraordinario. Qué fiesta hermosa la de entonces. Qué recuerdos bellos, ciertamente inolvidables. Al cumplirse 10 años de esa maravillosa gesta, sirva este pequeño homenaje para agradecer a los guerreros del Cienciano que nos dieron este orgullo: no podemos permitir que se les olvide jamás.

Y que su gesta sirva además de lección para todos nosotros: tras 500 años de historia plagada de derrotas e infortunios, si los peruanos nos atrevemos a unimos para, en primer lugar, reconocernos como iguales, seremos capaces de entender que precisamente en nuestro difícil pasado yace la clave para movilizar nuestras almas y despertar nuestro espíritu. Sólo quien tiene una clara noción de si mismo y de su ulterior identidad puede alcanzar objetivos insospechados y supuestamente imposibles. Si no, que lo diga el Cienciano del Cusco y todos quienes estuvimos en el estadio de la UNSA aquella noche del 19 de diciembre del 2003 en que, por primera vez, se le permitió a los peruanos de esta generación alcanzar la gloria.