Han habido episodios en mi
vida en los que me he sentido inservible, inútil, descartable. Ocasiones donde,
sin darme cuenta, o percibirlo de manera consciente, me he sentido abatido,
desconsolado: por momentos he visto mi vida pasar como si ya la hubiera vivido,
como si mis acciones y el azar del destino estuvieran controlados por una
fuerza irresistible y extraordinaria que todo lo controla y me arrastra
directamente a la infelicidad y el fracaso.
Esos momentos, que sin duda
fueron difíciles, y que además están lejos de haberse marchado para siempre,
los pude afrontar porque tuve de cerca el cariño de los que me quieren y el
consejo de los que saben más que yo. Ellos pusieron de manera desinteresada su sabiduría
a disposición de mis preguntas, sus lecciones al servicio de mi confusión; la
solución para poder encontrar lo que entonces percibía como esquivo.
En esta búsqueda
interminable de sentido, en la que me encuentro embarcado hace 27 años, la voz
de mi hermana y sus consejos llenos vitalidad y valentía me alumbraron en una
época en que verdaderamente me sentía como un recipiente vacío: solitario en el
plano sentimental, agobiado por un trabajo que detestaba, en el que sin embargo
era valorado, me cuestioné sobre el objeto de toda mi vida, con el nerviosismo
y desconcierto propios de una mente adolescente (a pesar que tenía 23 años) y
alejado de las opiniones de mis padres, a quienes aprendí a no escuchar porque
sus consejos sobrios y calmados no encontraba convincentes en aquel periodo.
En ese contexto, mi hermana se
abocó a la tarea de fortalecerme y motivarme hacia la consecución de un
objetivo nuevo, en el momento en que mis estudios de abogado estaban concluidos
y no vivía más que para trabajar (en algo que me resultaba por demás
odioso): debía perseguir mis sueños de niñez y dirigir mis recursos hacia el
estudio de algo diferente, algo que tuviera la capacidad de vigorizarme para combatir la percepción de vacío que amenazaba con
acabar conmigo. Con tal objetivo, acordamos que postule a una maestría en historia,
materia que me había apasionado desde temprana edad y en la cual, sin embargo, tuve escasas oportunidades de desempeñarme por haber sido otra la elección personal
de mi profesión.
Entonces todo cobró sentido:
podía encontrar mi trabajo mezquino, incluso dejarme llevar por la sensación de
que me había equivocado de carrera (tan sólo porque no disfrutaba de mi profesión
en aquél entonces), pero si tenía un refugio intelectual, un espacio inviolable
de crecimiento espiritual y académico, en el que sentía que continuaba aprendiendo,
y que por consiguiente nada se había perdido, podía tranquilamente encontrarle
un nuevo rumbo a mi vida. Y así fue: al cabo de una entrevista y la
presentación de la documentación de rigor, fui admitido a la Maestría de
Historia de la PUCP a inicios del 2011 y emprendí pues el viaje que ahora está
presto a terminar.
No entré a la maestría como
alguien que sabe de antemano lo que busca y quiere conseguir. Por el contrario,
ingresé únicamente con la necesidad urgente de darle un giro trascendente a mi
vida, salir del mundo ejecutivo y profesional que me había absorbido, y en el
cual me sentía entumecido, aletargado, lánguido. Y hoy, que estoy por terminar
el susodicho programa de posgrado, pienso que mi decisión fue acertada.
Como sin quererlo, pero
ciertamente sin oponerme a ello, todo cambió en un breve lapso de tiempo: en el
plano laboral, ingresé pronto a otro trabajo y me siento hoy mucho más
realizado profesionalmente de lo que antes me sentía. Por otra parte he leído
muchísimo, he escrito otro tanto y, lo que considero más importante aun, mis
juicios de valor sobre ciertas personas o incluso profesiones, que antes
estaban dotados de un totalitario prejuicio ignorante, han sido para siempre desterrados.
He pues aprendido bastante.
Yo salí de la universidad
con una concepción simplista de la vida, entendiendo poco o casi nada de la
historia del lugar donde nací, orientado hacia un individualismo exagerado propio
de alguien a quien le enseñaron – como credo de profesión - que en la vida sólo
importan dos cosas: el crecimiento profesional medido en la cantidad de cifras con
que cuenta la remuneración propia; y una noción colosal y apologética de la
libertad individual, que me incitaba a hacer con mi vida lo que fuera
exclusivamente rentable, incluso si ello implicaba destruirme a nivel
espiritual o insertarme en un pozo de soledad y aislamiento del cual parecía no
tener escape.
Estudiar un programa como el
que estudié, en una universidad tan distinta a la mía, fue fundamental para
ampliar mis horizontes y entender que no todo en esta vida se resume en el
dinero, en la vanidad de los ascensos ofrecidos, y en ocasiones desmerecidos, con que pensaba crecía “viento
en popa”. Por otra
parte, disfruté acaso de manera tardía de lo que realmente es (o debería ser al
menos) una universidad: bibliotecas completas, festivales de cine, congresos
académicos, elecciones estudiantiles, etc. Salí, por decirlo en otras palabras,
de la burbuja colegial en que había vivido hasta entonces.
Pero nada de ello hubiera sido posible si no hubiera tenido en su oportunidad el rescate de mi hermana, que me llenó de confianza y de energía para enfrentar mis frustraciones en el momento necesario y muy cerca de un límite que veía como inevitable; sin su coraje y brío torero hoy no tendría los nuevos amigos que tengo, ni admiraría a los profesores que admiro, ni me sentiría feliz como efectivamente me siento. Y es que finalmente de eso se trata todo esto: de perseguir la felicidad con voluntad frenética, con inquebrantable fortaleza de espíritu. Si para ello hay que estudiar maestrías que no sean precisamente “rentables” en términos económicos pero si en los espirituales, que son al fin y al cabo los principales, pues bienvenido sea el estudio.
Pero nada de ello hubiera sido posible si no hubiera tenido en su oportunidad el rescate de mi hermana, que me llenó de confianza y de energía para enfrentar mis frustraciones en el momento necesario y muy cerca de un límite que veía como inevitable; sin su coraje y brío torero hoy no tendría los nuevos amigos que tengo, ni admiraría a los profesores que admiro, ni me sentiría feliz como efectivamente me siento. Y es que finalmente de eso se trata todo esto: de perseguir la felicidad con voluntad frenética, con inquebrantable fortaleza de espíritu. Si para ello hay que estudiar maestrías que no sean precisamente “rentables” en términos económicos pero si en los espirituales, que son al fin y al cabo los principales, pues bienvenido sea el estudio.
Parte importante de mi vida ha sido siempre el desconocer lo que me depara el destino. No he sido el tipo de hombre, digamos, que se caracteriza por tenerlo todo planificado y conoce de antemano el lugar al que se dirige. Hoy por hoy, que sé que pronto terminaré mis estudios y consciente de que puedo volver a caer en el pozo del que a duras penas salí por sentir que había dejado de aprender cosas nuevas, me paso los días postulando a programas en el exterior para proseguir mis estudios en Europa (Dios mediante). Ello me ha valido el bien ganado apelativo con el que mi enamorada Andrea me ha bautizado hace algún tiempo: “el eterno estudiante”.
Espero, en todo caso, tener suerte en el nuevo camino que empieza ni bien termine mi travesía actual en la PUCP. Pero esta mañana no podía dejar de escribir sobre esta preciosa experiencia porque abrí, de casualidad, el mensaje de texto que mi hermana me envió el día que todo comenzó. Iba yo apretujado en un bus blanquirojo de la compañía “Orión”, camino de la universidad, en mi primer día de clases, cuando de pronto vibró mi celular. A las 16.18 pm de aquel día mi hermana me deseaba inmensa suerte y me auguraba un cambio de vida inminente. Imposible hoy no sentirme agradecido.
Yo y Michel en el Cusco, un amigo genial a quien conocí estudiando la maestría.
1 comments:
Hola Rodrigo,
Interesante lo que has escrito , me parece muy reflexivo y fenomenal.Me asombra conocer las ideas que han tenido cabida en tu mente.. te veía un chico inquieto en lo intelectual y en lo psicomotriz también :)
No es negativo ser un estudiante eterno, es propia de la naturaleza humana ser un aprendiz, la vida es un aprender y desaprender continuo. Las conclusiones a las que has arribado son grandes verdades ..las humanidades alimentan el espíritu..no sólo se debe estudiar para ganar dinero sino para alimentar el espíritu, cultivar la sabiduría que el arte de vivir. Suerte con tus nuevos retos y oportunidades !!
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