FILATELIA DE OCTUBRE


Correo Central de Lima

Decido bajarme del carro. Sin pensarlo dos veces, abro la puerta resuelto: estoy cerca de la Plaza de Armas y puedo continuar el trayecto a pie. Sin embargo, Diego y Tamara me miran sorprendidos. “Amigo, así te vas a demorar más”, me dice él, persuasivo. A pesar de ello, me bajo de todos modos y le digo que me adelantaré, que estamos a sólo 6 cuadras y que el tráfico me pone nervioso.

La calle Junín está abarrotada. Los carros que adornan su calzada tocan bocina, desesperados, como maldiciendo la festividad que se vive el domingo. Tienen razón. Ni yo lo hubiera imaginado. Había olvidado que estamos en el mes del Señor de los Milagros y que hoy, justo hoy, es el día de la procesión morada.

Tamara y Diego se resignan, abren sus puertas y me dan el alcance. En nuestro camino, las beatas color púrpura nos pasan raudas, dirigiéndose apuradas a la Catedral. Yo, por mi parte, camino vertiginoso y angustiado, esperando encontrar el edificio de correos abierto y funcionando.

De pronto, mi concentración nerviosa se difumina, desaparece y me presenta un espectáculo increíble. Ni bien doblamos la esquina cuando el gran centro limeño se vislumbra ante nosotros, invadido por un mar purpúreo de hombres y mujeres que cantan canciones lúgubres y respiran incienso y caminan jorobados, persignándose una y otra vez ante la imagen de Cristo.

Entre ellos, algunos turistas fotografían la escena, sorprendidos. El ambiente es absorbente. Y muy triste. En una esquina de la plaza, junto a la iglesia mayor, un hombre se vale de un megáfono para indicar el orden de las oraciones. Y la aguda voz de las señoras da a las letanías un tono melancólico, de órgano eclesiástico, que ha hecho de la Plaza un verdadero monte Gólgota para cualquier individuo como yo.

Por lo tanto, cruzo miradas con Diego y nos comunicamos tácitamente. Queda claro que debemos movernos rápido. Debemos cruzar el mar morado, por más interminable que parezca, para salir ágilmente de ahí. Sin embargo, la tarea no será fácil: hay mucha gente y mucho incienso. Además, la voz estentórea del hombre que dirige las oraciones nos acosa, nos persigue, nos embate, pretendiéndonos confundir entre la gran masa de feligreses que se ha congregado ahí a pedir perdón, o a agradecer, o a requerirle milagros al Cristo moreno.

Así pues iniciamos la faena, dando pasos torpes pero decididos mientras nos miramos unos a otros con la finalidad de no perdernos y ubicarnos. Pronto hemos llegado a la pileta central y su tentadora fuente de agua, que entre tanto humo se ve aún más refrescante, nos saluda, desvergonzada. A pesar de ello, no nos detenemos a contemplarla y seguimos en la ruta, imperturbables ante el ambiente religioso e inmunes ante la sensación de culpa que flota en el aire (por la tonadilla adolorida de la música y por una cantidad excesiva de sahumerio).

Es así como llegamos a la Plaza Perú. En su moderna pileta yo y Diego discutimos: ésa solía ser la Plaza Pizarro. Ni yo ni él podemos entender cómo han existido peruanos que han tenido la intención de homenajear a los conquistadores de España. Pero estamos muy cansados y agobiados por el tumulto caótico todavía circulante en el centro. Así que nos quejamos por un par de minutos, despotricamos contra el inteligente que tuvo la idea de homenajear a Pizarro y continuamos nuestro camino hacia el Correo Central.

Para mí suerte, los portones antiguos del edificio están abiertos.

Cuando llego, veo con satisfacción que su amplio solar ha sido nuevamente otorgado a los filatelistas limeños, quienes tienen – los domingos – la posibilidad de hacer ahí una exposición que congrega turistas y coleccionistas jóvenes de la ciudad.

Ni bien he ingresado al solar cuando el señor Velásquez (78 años) se acerca a saludarme con cariño. “Flaco, tanto tiempo sin verte”, me recibe, efusivo. Antes de que yo pueda siquiera devolverle el saludo, me agarra del brazo y me dirige hacia su puesto. (“Tengo de todo flaquito, segunda guerra mundial,  nazis, revolución cubana, todo lo que te gusta, flaquito”). Yo le digo que sólo he ido a ver, pero él, muy vivo, carga – con su cuerpo acabado – una pesada silla para que me acomode y observe su colección. “Siéntate acá en la sombra, pelucón, que acá te vas a morir con lo que tengo” afirma, marketero.

Pasan pocos minutos y yo, cual presa fácil, caigo hechizado, embelesado, impactado por las reliquias de colección que posee este adulto mayor. Por tal motivo, empiezo a gastar mi dinero. En un momento de locura, viendo que estoy fuera de control, Diego se acerca e intenta rescatarme. “Amigo, ven, vamos a dar una vuelta por los demás puestos”, me dice. “Ahí deben haber sellos interesantes también”, agrega. Sin embargo yo, compulsivo, sigo sacando nuevas estampillas y guardándolas en un sobre, mientras el señor Velásquez anota los precios en una hoja para luego sumarlos y cobrarme. Además, ahora que él ha reconocido que un aliado mío pretende liberarme, le dice a Diego que debemos tener cuidado, que los demás coleccionistas venden “gato por liebre”. Que sólo él vende “a precio de catálogo”. Y que – no sé porqué dice eso – “el flaco sabe que yo soy su proveedor de siempre”.

A pesar de ello, de engatusarme por más de una hora, las palabras de Diego finalmente hacen eco en mi interior: reconozco que estoy gastando mucho, que le he comprado harto al señor Velásquez y que ya es hora de terminar. Acto seguido, me despido del coleccionista y le digo que iré a dar una vuelta por los demás puestos. Él, infatigable, me ofrece una pinza “especial” para las estampillas a precio de ocasión (“Para ti sólo quince solcitos”). Yo, sin embargo, ya inmune a sus tácticas, replico que no se la compraré porque eso más parece un cortaúñas. Él sonríe y me deja partir, no sin antes señalarse el ojo izquierdo con el dedo índice, haciéndome un gesto convenido de que me mida en mis compras a sus colegas y tenga cuidado.

De tal modo, cruzo hasta la otra esquina del solar y me detengo en el puesto del señor Morales (70 años). Él se apura en enseñarme su colección, mientras me ofrece clasificadores de estampillas nuevos de un modo acelerado y alocado. Cuando ve que estoy sentado, ya tranquilo, ya revisando sus sellos, me pregunta silencioso sobre lo que le compré al señor Velásquez. Yo respondo, desconcentrado, que fueron varias estampillas de guerras y revoluciones. Y él me dice que no le compre al señor Velásquez, que es muy carero y estafador. Que él me ha podido dar las estampillas a mitad de precio. Y que el señor Velásquez, además, tiene ejemplares limitados.

En ese momento, acuden al lugar otros filatelistas mayores, como buitres en pos de carroña, que respaldan al señor Morales y me dicen – en tonos taciturnos - que el señor Velásquez es un vendedor inescrupuloso, que no es confiable ni transparente.

Uno a uno pues se van acercando estos seres veteranos, encorvados, con sus viejas chompas con botones, a apoyar al señor Morales. Pronto, me veo cubierto por más de 5 ancianos (además del susodicho señor) que me aconsejan – al unísono pero en voz baja - no comprarle al señor Velásquez.

Yo no entiendo: ¿Por qué hay tanto problema con el señor Velásquez?

Finalmente, termino de ver la colección del señor Morales y decido retirarme. El grupo que se había formado alrededor mío se deshace y los filatelistas, resignados, vuelven a ocupar sus lugares en el amplio solar del Correo Central.

Así pues, con mis sobres de estampillas bien guardados en la mochila, busco a Tamara y a Diego (que salieron un minuto del edificio) y les propongo irnos a la Plaza de Armas para tomar un taxi a casa. Él, sin embargo, sugiere ir a comer unas butifarras al Cordano. Yo le digo que me parece un plan macanudo.

Así pues salimos y nos perdemos nuevamente entre las señoras que sollozan y rezan entristecidas ante la catedral. El ambiente es nuevamente lúgubre y penitente. Sin embargo, mientras caminamos, Diego me pregunta si sabía que el señor Velásquez es el presidente de la Sociedad Filatélica del Correo.

Yo le contesto que no, que no sabía nada, pero que ahora lo entiendo todo: había sido testigo de la envidia conspirativa y la deslealtad que se tienen los setentones filatelistas de Lima.

Y pronto, sin darnos cuenta, circulando rápido, estamos cruzando nuevamente la Plaza de Armas, perdidos entre un mar morado de creyentes, que reza y se arrepiente y solloza ante la imagen de Cristo crucificado; sólo que yo, en esta ocasión, apuro aún más el paso por la imagen de una butifarra rebosante y acriollada del Cordano.

4 comments:

MCH dijo...

Chanchita por Velasquez!

Draco dijo...

amigo no lo lei ... pero ahi te sumo una visita :-)

Ricardo dijo...

genial Rodrigo, otro texto excelente...

anonimo dijo...

interesante