REFLEXIONES NAVIDEÑAS


Mi Navidad.

Recibir las fiestas en Arequipa es común para mí. Quizá por eso las disfruto tanto, ahora. Y quizá por eso antes las esperaba indiferente, siempre hastiado de una rutina que consideraba tediosa. Pero nada de eso tiene que ver con la fiesta en sí misma. Claro que no. Mis reacciones son generadas por la costumbre. Por ciertos hábitos personales. Así por ejemplo, ahora que vivo en Lima, lejos de mi familia, disfruto más las ocasiones en que me encuentro con ella, ya sea en navidad, fiestas patrias o año nuevo. Por el contrario, antes, cuando vivía en Arequipa, esperaba con ahínco la ocasión para dejar la ciudad, para aislarme de los míos y disfrutar sólo, en una metrópoli extraña, cualquier tipo de festividad.

No soy religioso, pero soy miedoso. Así pues, cuando estoy en el avión, no dudo en persignarme. No obstante, cuando estoy en tierra firme, seguro de mí mismo, confiado de mis capacidades, hablo y hablo del ateísmo y su solidez histórica; solidez que no me impide ser el más ferviente de los creyentes cuando me asusto o la ansiedad se apodera de mí. Ahora bien, eso no me hace religioso, ni prueba la existencia de Dios. Simplemente demuestra que cuando uno tiene miedo se aferra de algo que lo trascienda. ¿Acaso en el concepto de religión no está presente el miedo? ¿O debería sentirme culpable por ser, lo que llaman, un “católico convenido”?

En fin, en estas fechas trato de ponerme muy correcto y acompaño a misa a mi familia. No requinto. No me quejo. En ella, guardo un silencio respetuoso y analizo la ceremonia con detalle. En esta última ocasión noté que, de las cinco peticiones hechas por el cura, dos fueron para que su congregación aumente y para que jóvenes de diversas latitudes se animen a seguir “el camino”. Como se imaginarán, tal petición me pareció un poco interesada. Por lo tanto, mientras él y toda la audiencia repetían las peticiones con devoción, yo hacía una contrapetición. Sí. El religioso y yo nos batimos en una especie de “duelo peticional”: cuando el sacerdote imploraba ruegos para que su congregación aumente, yo le pedía a ése ser superior que no escuche la petición del cura y que, en contraste, anime, si tiene que animar a alguien, a los jóvenes a estudiar carreras de investigación, de creación, de ingeniería. Que no los premie con la egoísta y eterna meditación espiritual, ni con la modorra triste del ensimismamiento solitario. Sino que, por el contrario, los castigue con una vida plena, de constante acción y crecimiento. Me pregunto, de las dos peticiones, y para los jóvenes, ¿Cuál es el castigo y cual el premio?

Sin embargo, tal acción reaccionaria, en extremo discreta, tenía que llevarse a cabo en silencio, ya que mi madre, de rato en rato, deslizaba por mi oído sus tentadores consejos: “Encomiéndate al señor papacito , “Pídele que te ilumine en lo que hagas”, “Que te ayude en el trabajo”. Todo ello antes de terminar en el clásico pero eterno “¿oye, te has lavado los dientes?”.

La Navidad es una fiesta singular. Sin duda, acarrea intensas reflexiones. Resuenan canciones melancólicas en las radios y se respira un aire festivo en el ambiente. Y no es una fiesta exclusiva de los cristianos. Esto se ha convertido en un pandemonio. En una fiesta universal, de todas las razas y credos. En un momento de familiaridad. De camaradería. De confraternidad mundial.

En este punto mantuve también una discusión mental muy intensa con el sacerdote. Él, reacio a aceptar las nuevas tendencias, la universalidad del calor navideño, se esforzaba en decir que la navidad sólo era Jesús, no familia, no amigos, no compras, sólo Jesús. Pero yo, en ese intenso debate, le decía que no, que la navidad era la amistad, la familia, incluso los regalos; que Jesús, hace mucho tiempo, se había convertido en una figura secundaria de la fiesta, en un objeto relevante, sí, pero ya no imprescindible. Y es que la adoración, la reverencia, el temor de Dios, a mi modo de ver las cosas, se irán retirando, desapareciendo, difuminando, hasta un momento en que las religiones converjan o realicen que, tal como lo dijo Víctor Hugo, los hombres de buena voluntad estarán siempre a favor de la religión en contra de la religión.

Así pues, una vez que concluyó la liturgia de navidad, donde oficiaron un par de sacerdotes españoles de avanzada edad (con los cuales me encantaría conversar sobre la guerra civil de ese país), mi familia se reunió en la casa de mi abuela. Una casa que se tiñó de bulla, de carcajadas exageradas, de fotografías cargosas (dentro de las cuales tuve gran responsabilidad). Así continuó mi celebración navideña, repartiéndose los regalos y auspiciándose una comida abundante, aunque superada por la de años pasados, en la que primó la unión, la alegría y no precisamente el rezo ni la penitencia.

Sin embargo, en plena comida, en plena celebración, tuve presente a los sacerdotes que oficiaron la misa de navidad. Me pregunté lo que estarían haciendo en ese preciso instante, en el que yo me encontraba rodeado de primos, de tíos, de comida y regalos. ¿Estarían solos? ¿Con sus familiares? ¿Haciendo, entre ellos, un brindis navideño? ¿O rezando? ¿Arrepintiéndose? ¿Quizá implorando perdón?

Sería ingenuo negar que una parte de mí los saludó y admiró en ese solitario instante de reflexión. Ellos fueron víctimas de las circunstancias. De pasiones confundidas con vocación. De emociones juveniles febriles. De decisiones que determinaron su existencia y los alejaron de sus seres queridos, aislándolos, para convertirlos luego en miembros de un grupo nuevo, inicialmente extraño pero, imagino, o acaso espero, finalmente familiar. Y es que ¿qué joven de 18 o 20 años sabe, a ciencia cierta y sin equivocarse, lo que será bueno para su vida? ¿Acaso el ser humano no es cambiante, moldeable y artesanal? ¿Cómo puede el corazón del hombre, hecho para recorrer el mundo y absorber el sol, ocultarse bajo la lóbrega oscuridad de los claustros?

En los momentos en que soy presa de estas reflexiones, recuerdo la primera vez que leí “Los Miserables”. Sin dudarlo, me adherí a su teoría de los conventos y monasterios. Así, cuando veía a un sacerdote o a una monja, me decía a mí mismo: “ahí pasa un egoísta. Contémplalo”. Recuerdo que incluso les tomaba fotos, capturándolos, como si fueran especímenes extraños, seres raros que renuncian a su humanidad, a la plenitud natural, a la felicidad carnal, para encerrarse y adentrarse en interminables rezos, castigos y sueños.

Sin embargo hoy, y hace ya un par de años, me he propuesto juzgar menos a las personas. Ser más tolerante. Y no ser como Pink, de la película “The Wall”, que terminó convirtiéndose en lo que más odiaba: un ser intolerante, arbitrario y prejuicioso. Así, a los religiosos los respeto y saludo en su estilo de vida. Puedo no estar de acuerdo o discrepar con sus creencias. Pero ellos son seres libres, tan libres como yo, y pueden hacer con su vida lo que deseen, siempre y cuando sus pasos los lleven hacia la felicidad y la paz.

En otras palabras, no estoy de acuerdo con los sacerdotes ni su prédica, pero daría cualquier cosa para defender su libertad a expresarse y diseñar su camino. Si fue libre su decisión, y no estuvo aparejada por las circunstancias, entonces gozan de toda mi aprobación.

Es hora de retirarme. Pronto partiré a Mejía y dejaré Arequipa. Pero seguiré siendo ateo y persignándome en los aviones. Y seguiré rezando en el temor y negando en la dicha. Y no me siento mal por hacerlo: cada vez que intento rezar, pues hasta lo he tratado de rodillas, una voz en mi interior me ha dicho: “Eh, chiquillo, ¿qué haces?”

¿Será el diablo?

En todo caso, recen por mí.

¡Feliz Navidad para todos!



3 comments:

Ricardo dijo...

Brillante...

Unknown dijo...

Rodrigo no sabia que podias internalizar tanto tus pensamientos.... me gusto mucho .. felicitaciones

Andrés dijo...

Amigo, me gusta tu artículo porque es sincero y demuestra que algo te inquieta... me llamó la atención que en plena comida te acuerdes de los sacerdotes... creo que eso dice algo... lo dejaré en puntos suspensivos porque sé que eres inteligente. Tenia bastantes cosas que decir del artículo pero creo que la mayoría te las diré por mail... aqui solo comentaré una cosa. Todos somos religiosos, ese miedo que dices nace de nuestra conciencia de seres frágiles e inofensivos en muchos momentos de nuestra vida, necesitamos de alguien que nos cuide, es como cuando eras chiquito y tu mamá te cuidaba... ahora tu mamá no te puede cuidar de estas situaciones pero igual necesitas acudir a alguien... un Padre bueno que te quiere podría ser? como tu bien dices tenemos la necesidad de recurrir a la trascendencia en muchos momentos de la vida... bueno amigo creo que seria interesante intercambiar ideas sobre el tema.... por eso te escribiré un correo, un comentario de tu artículo creo que no es el mejor lugar.

Un abrazo, ah y créeme yo si rezaré por ti.