MEMORIAS DE MEJÍA


Atardecer del bravo mar mejiano, visto desde las rocas de su segunda playa.

Siempre me ha gustado el mar pero él no ha gustado nunca de mí. Así, cada vez que puede – o que mis torpes movimientos lo permiten – me revuelca, secuestrándome entre sus aguas blancas, removiéndome en un oscuro torbellino de arena negra y fría.

Por tal motivo nunca me gustó Mejía. Su mar bravo era intimidante, encrespado, espumoso. Solía disfrutarlo poco cuando niño. En contraste, tengo numerosos recuerdos de estar sentado en la arena, viendo las oscuras cabezas de mis amigos y amigas flotando alegres al fondo del mar, apaciguado yo por una sensación de aburrimiento y calor desesperante pero colmada de seguridad y protección. Una sensación tan cobarde como floja, tan pasiva como dócil; pero tan cálida y relajante como la arena caliente que me acogía.

Sin embargo, recuerdo una época, quizá una en la que el fenómeno del niño calmó y entibió las aguas mejianas, en que me atreví a pasar el tumbo e, incluso, me las daba de nadador aficionado y corredor de olas “a pecho”. Empero, ni bien llegaba al fondo del mar – luego de harto trepidar – cuando, mirando ya hacia la playa, veía a una diminuta señora, con sombrero de paja y camisa blanca, pidiéndole al vacío que por favor regrese o que, en todo caso, nade yo más cerca a ella. Todo ante la atenta y burlona mirada de mis contemporáneos veraneantes.

¿Alguna idea de quién era?

Conforme fue pasando el tiempo, y yo haciéndome más grande, comencé a aprovechar aquellos momentos de cobarde soledad; de tranquila vida playera; de inocente capitulación ante la bravura de las actividades marítimas, para quedarme conversando con jóvenes que, como yo, tenían miedo al mar y no sabían cómo gastar su tiempo cuando todo el mundo decidía nadar.

Así, inicialmente, cuando me quedaba con chicas alérgicas, periódicas (ustedes entienden) o fóbicas procuraba engatusarlas y convencerlas de que estaba mal nadar. De que ya había pasado de moda. De que ahora tocaba venir a la playa para echarse baldecitos de agua helada al pelo y nada más. Incluso, fanfarroneando, me atrevía a decir que la prueba de ello era la piedra conmemorativa de “Cuchuna”, el salvavidas mejiano que, según rumores aciagos, se metió al mar borracho para salvar a una señora y terminó ahogándose delante de ella. Y claro, si esa señora no se hubiera metido al mar (seguro lo hizo porque todos lo hacían), Cuchuna seguiría vivo y, sin duda, estaría todavía secándose ingentes cantidades de pisco.

¡Gran tipo Cuchuna, el salvavidas mejiano!

Sin embargo, con argumentos tan sólidos como aquellos, apenas pude convencer a un par de chicas de que yo era un tipo gracioso, a lo mucho. A lo menos, de que era un tipo tonto, miedoso y chapucero. Así pues, tuve que cambiar mi estrategia y crear nuevas ideas. Debía haber alguna forma de convencer al resto de que era mejor quedarse en la arena y no meterse al mar. Al menos no hasta donde “no haya piso”. Fue así como puse de moda el “nado de orilla”: una moderna técnica extraída directamente del capítulo del Chavo en Acapulco, donde Kiko nada y nada, y sigue nadando y sigue nadando, para luego ponerse de pie y sorprender a todos con un nivel de agua que le llegaba a las rodillas.

De tal modo, con varios amigos, nadábamos y nadábamos en la orilla, hasta que el agua helada se sintiera caliente por el ejercicio, para terminar agotados, agitados por los constantes espumones que se nos venían encima, incluso ahí, pero totalmente muertos de risa y refrescados. Incluso hacíamos competencias. Recuerdo que competíamos con varios amigos y amigas y era realmente gracioso. Por supuesto que sí. Luego de tanto nadar en la orilla (uno se apoyaba con las manos en la arena), finalmente acabábamos echados sobre ella, embadurnándonosla encima, para luego salir totalmente negros del mar, cubiertos hasta el tuétano de arena mojada.


Mejía vista desde las rocas de su segunda playa hacia la arena.

Eso habrá sido cuando tuve 15 o 16 años. Luego, cuando continué creciendo y creciendo, entrando en contacto con ideas nuevas e historias desconocidas, puse de mi parte para vencer mi temor al mar y empezar a disfrutar, como todos, de él. Recuerdo que lo que motivó gran parte de ese cambio fue el obsequio que me hizo un muy querido tío mío de un libro histórico de tres volúmenes sobre la Guerra del Pacífico. Y, no menos importante, fue la situación coyuntural que se vivía en Mejía aquél entonces, que estaba marcadada por el gusto y atracción especial que sentían todas las chicas guapas por los “surfers” y nadadores avezados.

Había pues que hacer algo. Tenía que enamorarme del mar. Motivarme a conocerlo.

El libro fue de gran ayuda. Recuerdo haber pasado semanas enteras, durante el año en Arequipa, increpándome sobre el corazón y el coraje de los valientes que, en una lucha desigual y prácticamente suicida, ofrendaron su vida en el mar, ante una Escuadra superior, moderna, rebosante de apoyos extranjeros.

Y el libro no sólo me impactó a mí. Se lo pasé también a mis mejores amigos. Algunos de ellos, a pesar de no ser dados a la lectura, lo repasaron de cabo a rabo apenas pudieron. La admiración y reverencia por el pasado nos colmó de orgullo a todos. Incluso, con uno de ellos, barajé la posibilidad de ingresar a la Escuela Naval del Perú. Y es que, a pesar de tenerle pavor al mar, consideré que la fortaleza espiritual de querer amarlo tanto como los peruanos que me antecedieron bastaría para poder nadar bien y perderle el temor.

Al siguiente verano, cada uno de mis amigos y yo teníamos un “alias” para nadar al fondo del mar. Recuerdo que yo era la Corbeta Unión. El Mario era el Transporte Chalaco. El Diego era el Monitor Manco Cápac. Y, el Caco, si mal no recuerdo, era la Cañonera Pilcomayo. Ésos son los que recuerdo bien, pero desde luego que había muchos más. Prácticamente agotamos los nombres de todos los buques que participaron en la guerra, salvo el del Monitor Huáscar que, según acordamos, permanecería comunal o colectivo, dado que, en caso contrario, todos nos pelearíamos para usarlo pues nos era propio e indivisible por igual.

Ése fue quizá uno de los mejores veranos de mi vida. Le perdí el miedo al mar de modo absoluto. Cada vez que nadaba al fondo, y me alertaba porque no tenía piso y se estaban formando olas grandes frente a mí, me avergonzaba. Yo, tan seguro, tan rodeado de personas, flotando al fondo del mar, con mis padres y tíos en la orilla, después de haber leído sobre el destino de hombres que, tan miedosos como yo, estaban perdidos al fondo de un mar más helado y bravo que el mejiano, rodeados por más de cinco buques enemigos (en el caso de Angamos), totalmente superiores, dispuestos todavía a pelear, aún sabiendo que la muerte era segura y el combate suicida: bastaba entender la disparidad de realidades, y lo infantil de mi temor, para proceder a estirar mis largos brazos a fin de entrar todavía más al mar y pasar las grandes olas sin que revienten frente a mí.

Esos recuerdos, que sin lugar a dudas están resumidos, pasaron por mi mente antes de partir a Mejía este año nuevo. Debo aceptar que no partí muy motivado, ya que quería pasar año nuevo en otro lado, quizá Bolivia, recorriendo grandes montañas y conociendo a gente nueva. Sin embargo, terminé yendo a Mejía bajo una única y muy personal condición: seguir mis instintos. No planear nada. Ni confirmar asistencias a fiestas. Ni a pichangas. Simplemente escuchar algo de música. Leer todo lo que pueda. Tomar fotografías. Y disfrutar de las lacerantes, ulcerosas, picantes, pero tremendamente exquisitas y adictivas, Leches de Tigre del Club Mejía (no exagero; adjetivos fidedignos).

Así, prácticamente sólo, salí con mi cámara a tomar fotos. Escalé las rocas. Me escuché toda la discografía de Genesis viendo sendos atardeceres en la playa. Caminé todo lo que pude. Dormí más. Y, sin darme cuenta, pasé uno de los mejores años nuevos de mi vida.

En el fondo, cada vez que me metía al mar, recordaba mi “nado de orilla”, repitiéndolo, tratando de imitar, aunque seguro sin éxito, a Kiko en Acapulco. Y también quise hacer uso de la Corbeta Unión. Lástima que la bandera de los salvavidas, al menos un par de días, estuvo de color rojo y, bueno, la Corbeta Unión tampoco era suicida. 

Resulta gracioso haberme repetido, por tanto tiempo, que siempre mantuve una relación adultera con Mejía: habían ocasiones en que la amaba; otras en que la odiaba; otras en que la engañaba; y algunas en que ella me engañaba también a mí. Sin embargo hoy, quizá sin quererlo, y a partir de este año nuevo, Mejía y yo estabilicemos nuestra relación. Y quizá, si las cosas van bien, su mar empezará a gustar un poco más de mí.

Después de todo, sería ingenuo que el mar de Grau rechace a la Corbeta Unión. O a Kiko. O a Cuchuna. O al chibolo que se echaba el balde de agua helada en la cara para refrescarse sin entrar al mar.


1 comments:

Hola, soy el Buen Amigo dijo...

Primo, lo vuelvo a leer y me encanta más.

Lindo artículo.