DERROTAS POSITIVAS


Escándalo en Santiago.

La semana pasada acudí al estadio de Matute con mis primos, donde vimos perder al Alianza Lima, gasté más dinero del que debía y nos robaron un celular. En aquél momento, cuando regresaba camino a mi casa, en un taxi destartalado, ruinoso, que se abría paso por el oscuro distrito de La Victoria, pretendí jurarme, mientras veía el rostro desencajado de mi primo Dante, que no volvería a ver un partido de fútbol, o al menos no uno en que jugase un equipo peruano, porque se sufre mucho y goza poco.

El mismo pensamiento pasó por mi mente cuando regresaba del Estadio Monumental luego de haber visto caer a la selección nacional, en aberrante encuentro, ante su similar de Chile por las eliminatorias al mundial. Recuerdo que en aquél momento pensé que no podía seguir gastando mi dinero en entradas, ni mi tiempo en hacer colas y que mi padre tenía razón, que nuestros problemas futbolísticos eran estructurales y que los mismos no podrían ser solucionados en el corto plazo.

Sin embargo la noche del jueves, víctima nuevamente de esta esclavitud patológica que tenemos los peruanos por el deporte rey, víctima de este extraño amor por el garrote, por el fuete torero, me subí sin vacilaciones al primer taxi que encontré, una vez que salí del trabajo, y le dije al taxista que me lleve rápidamente a casa, que tenía un partido importante por ver.

Como vi al chofer medio vacilante, algo soterrado, decaído (escuchaba “Radio La Inolvidable” en vez de la transmisión del partido en RPP), pretendí incentivarlo proponiéndole que le agregue un par de soles más a la tarifa y, a cambio, me lleve a casa en menos de diez minutos (tiempo preciso que le quedaba a los primeros 45 minutos del partido entre la Universidad de Chile y Alianza Lima en Santiago).

Así pues, este buen hombre, que pasaba por un predicador sumiso, por un ciudadano de bien, al notar que podía ganar un par de soles más, no tuvo reparos en convertirse en un conductor maloso, en un chofer con maña, que se entrometía entre el tráfico escabroso de la ciudad y se abría paso por callejuelas oscuras, olvidadas, a las que algunos semáforos desérticos, sin protección policial, convertían en atajos perfectos.

De tal modo me dejó en mi hogar, donde se encuentra por estos días mi madre, quien ha venido a acompañarnos en su día, y donde además está mi padre, quien ha venido a acompañar a mi madre en su día. Me esperaban ambos junto a mi hermana, en mi cuarto, viendo un programa de noticias que suele ver mi padre todos los días a las nueve de la noche.

Ni bien llegué, y abracé a mi madre con el escaso tiempo del que disponía dada la premura del momento, me instalé frente al televisor, puse el canal del partido y noté algo increíble, que he visto pocas veces en mi vida: el Alianza Lima ganaba, de visitante, 1 a 0 a la Universidad de Chile.

Digo pocas veces porque, generalmente, cuando el Alianza Lima ha jugado de visita, no lo ha hecho muy bien y suele amilanarse ante la presión de estadios llenos y la intensidad de equipos ofensivos.

Sin embargo, en esta ocasión, no sólo el marcador era lo sorprendente, sino también lo narrado por los comentaristas chilenos, quienes afirmaban que el club limeño, con justicia, podría estar ganando por dos tantos a cero.

Así pues, abrí la ventana, me acomodé junto a mi madre y mi padre, quienes accedieron a ver el partido conmigo, y empecé a sufrir como todos: cuando los delanteros de la U de Chile pisaban el área blanquiazul, y los defensas íntimos hostigaban con lentitud sus peligrosas incursiones, las groserías y gritos nerviosos proferidos por mí se sucedían en forma intempestiva y mi madre, siempre pensando en los demás, se paraba silenciosa de la cama para cerrar la ventana y procurar así que el escándalo permanezca encerrado tras las paredes de mi cuarto.

En ese instante, en que la Universidad de Chile se había apoderado de la situación, y la tensión en mi cuarto escalaba a niveles incontrolables, llegó el empate. Por más sorprendente que parezca, consideré que el mismo tenía algo de positivo, porque mi hígado no podía más y estaba gritando mucho, y en el fondo sentía que el partido lo iba a acabar perdiendo el Alianza, así que consideré mejor que el evento desafortunado del gol rival ocurriese con la mayor anticipación posible para así relajarme un poco más y disfrutar más disipado y laxo de la compañía de mis padres.

Fue así como, después de la requintada respectiva, decidí distraerme un poco, pedir una pizza y conversar con mi madre, a quien no veía desde semana santa. Los ánimos volvieron a la normalidad, ella volvió a abrir la ventana y las esperanzas por el partido decayeron tal y como se generaron, espontáneamente.

De pronto, en un giro sorpresivo, cuando el partido languidecía, y veía de reojo las jugadas más destacadas, llegó el segundo tanto aliancista. La pizza que sostenía entre mis manos temblorosas, del salto incontrolado que pegué, fue a caer al suelo y entre la algarabía del festejo y las groserías que proferí con adolescente fragor, resbalé y caí de bruces contra el piso parquet de mi cuarto.

Mi madre se escandalizó, no sin antes cerrar nuevamente la ventana, y me pidió que por favor me calme. Mi padre, por su parte, quien siempre ha visto el fútbol peruano desde el realismo, o directamente negatividad, que le da su experiencia, también se levantó de la cama y celebró el gol junto a mí, abrazándome y saltando como un niño alegre que celebra con entusiasmo el gol de su promoción escolar.

La celebración duró tanto, y nos sumergió en tan extenso estado de transe, que lo siguiente que atinamos a escuchar, minutos después, fue que la Universidad de Chile había marcado un gol que había sido anulado. En efecto, un jugador chileno había rematado potentemente al arco, y había logrado introducir el balón en el pórtico aliancista, pero en la trayectoria del disparo habían dos jugadores mapochos que se encontraban en posición adelantada, participando pasivamente de la jugada (a pesar que no tocaron el balón obstaculizaban la visión del portero peruano).

En ese instante dejamos de festejar, y sentimos con nervio trémulo que en cualquier momento podía fraguarse el triunfo que celebrábamos anticipadamente. A dios gracias, el tanto había sido anulado de forma legítima, y los comentaristas chilenos, con justa imparcialidad, afirmaban que el mismo no valía por posición adelantada que ya había cobrado el juez de línea.

Sin embargo, en uno de los giros más inusitados que he visto alguna vez en mi corta vida de decepciones futboleras, el árbitro fue a consultarle al juez de línea lo que había cobrado (cuando el juez de línea cobra posición adelantada… ¿no debe el árbitro ordenar el saque de la falta en vez de ir hacer consultas?) y, escandalizando a toda América, ante la presión violenta del comando técnico chileno (“¡¡te van a matar!!”, “¡¡si no lo validas te van a matar!!”), decidió anular el cobro del juez de línea y validar el anulado gol de la Universidad de Chile.

En ese momento hasta mi madre se escandalizó, estando la ventana abierta, y propuso con iracunda ingenuidad, y colorido lenguaje, que el Alianza Lima se retire del estadio y no juegue más ante tremendo robo arbitral.

Como era previsible, no pasó aquello (aunque debió haber sucedido) y, en cambio, el Alianza siguió jugando y quedó eliminado. Y yo, para variar, acabé malhumorado y quejumboroso por la nueva derrota peruana, además de adolorido por mi caída alocada.

Sin embargo, horas más tarde, ya metido en mi cama, entendí que quizá la eliminación aliancista había sido positiva, dado que el Flamengo (rival de la Universidad de Chile en cuartos de final), lo iba a eliminar, tal y como eliminará al equipo chileno, que es inferior al Alianza Lima en todas sus líneas.

Así pues, los íntimos de La Victoria habían podido retirarse de la Copa Libertadores como un mártir invicto ante el resto de escuadras (no hubiera sido así en los cuartos de final, dado lo complicado del rival a vencer). Y yo, en lo personal, no volvería a gastar dinero que no tengo en nuevas entradas para el estadio, ni perdería mi tiempo en hacer colas, ni extraviaría un celular con mis primos.

Quién sabe pues si la derrota del Alianza no ha sido beneficiosa por decorosa, honorífica y económica. Al menos en mi caso, me ha evitado un peligroso viaje a sur, un gasto menos en el mes y la permanencia de un celular en su bolsillo, podría decirse.