HISTORIAS DE MATUTE


Imagen de Sur. Barra bravas del Comando Sur en el Estadio Matute de La Victoria.

El jueves pasado estuve en el estadio. Había quedado en ir con mis primos Dante y Bruno al partido del Alianza Lima contra la Universidad de Chile – a disputarse en La Victoria - por los octavos de final de la Copa Libertadores. Así, pedí permiso en mi trabajo, me cambié sigilosamente de ropa en uno de sus baños, y esperé a las 5 en punto de la tarde por mis compañeros en la puerta del Starbucks de la Avenida Las Begonias.

El primero en llegar a mi encuentro fue mi primo Dante, quien ha renunciado ya a su barba Guevarista, a su pinta de Osama Bin Laden lorcho, y vestía un polo blanquiazul de fino acabado y delicado gusto. Cuando me vio me saludó nervioso, esperando que aquella fuera una noche histórica, y no una trágica, como lo fue la última vez que fuimos al estadio juntos, donde Chile venció por tres tantos a uno a la selección peruana.

Luego de ello, en realidad a los pocos minutos, se apareció mi primo Bruno, con su pelo gris, a lo finísimo broadcaster de la cadena RAI, y una chompa negra que decía llevar en caso el clima nos jugase una mala pasada, recordándonos, con su elocuencia torera, que no había pisado un estadio peruano hace muchos años, y que más bien extrañaba el que había convertido en propio o casi: el Santiago Bernabeu de Madrid.

Completado el trío nos dispusimos a abordar un taxi. Eran las cinco y veinte y, teniendo entradas para la tribuna norte (Oriente estaba agotada y Occidente muy cara), pensamos que era mejor llegar con anticipación.

En ese momento, como invocado por un hechizo mágico, como conjurado por un maleficio exótico, que prometía una noche histórica, tragicómica, hizo su aparición por la avenida un taxi tico amarillo, bastante machucado y viejo, cuyo conductor, al ver la camiseta blanquiazul de uno de mis primos, nos gritó desfachatado, desde el medio de la pista, sin detener totalmente su vehículo: “¡¡¡¿Sobrinos…. a Matute no?!!!”.

El hombre, la versión más cercana que he visto de un ser humano mezclado con un perro de raza peruana, con su cresta blanca y la piel morena más arrugada que un Shar Pei veterano, respondía al nombre vil de “Tío Lolo” y, ya en el viaje, nos comentaba que era una persona muy respetada en La Victoria, donde reconocían, y hasta admiraban, que fuera hincha de la U, el clásico rival del Alianza, garantizándonos, eso sí, que a pesar de la rivalidad mencionada esperaba, como nosotros, un triunfo del equipo victoriano esa noche.

Conforme nos fuimos acercando al estadio, y conforme el “Tío Lolo” nos decía, contestando la inocente pregunta de mi primo Bruno, sobre si podía fumar un cigarrillo en su vehículo, que en su carro nos podíamos “meter de todo”, la fiesta del partido se hacía cada vez más palpable y nos mostraba numerosas cantidades de hinchas caminando por el asfalto de las callejuelas aledañas al estadio: el Dante, cada vez más nervioso, repetía que era una gran tarde, y que estábamos a punto de presenciar un triunfo histórico.

Así pues, el “Tío Lolo” cumplió con dejarnos en nuestro destino, a pocas cuadras de la tribuna norte, y nos hizo prometerle que lo íbamos a llamar para el regreso cuando el partido acabase. Nos advirtió, sin embargo, del lugar por el que debíamos salir, ya que algunas calles de la zona, según dijo, se tornaban condenadamente peligrosas por la presencia de los fanáticos hinchas del Comando Sur.

De tal modo, a las 5 y 40, iniciamos nuestro camino hacia la entrada de norte. No obstante, al tenerla a la vista, y al notar que no había colas ni tumulto para el ingreso, decidimos relajarnos unos minutos y comprar unas latas de cerveza y cigarrillos en la bodega de enfrente.

Fue así como terminamos comprando tres Cusqueñas, junto a otros hinchas del Alianza, que se acercaban a mi primo Bruno para pedirle su encendendor de cuando en cuando. Una vez que las terminamos, nos insertamos en la cola de la entrada y nos dispusimos a ingresar el estadio.

Ya frente a los policías, el último escollo antes de ingresar, aquellos que te palpan la entrepierna, el trasero y las costillas en su búsqueda mal pensada de cuchillos y granadas de bolsillo, me di cuenta que mi primo Bruno, quien se encontraba atrás mío en la cola, experimentaba un retraso inusitado.

Cuando volví por él, y noté que todavía estaba siendo revisado con ahínco mañoso por un policía mal humorado, entendí que el mismo pretendía quitarle su recientemente comprada, y a qué precio, cajetilla de cigarros. A pesar que mi primo le preguntaba educadamente cuál era la regulación que le impedía ingresar con cigarros al estadio, el policía se ponía cada vez más violento y le resondraba que no pretendía darle explicaciones y que debía cumplir la ley.

Así pues, mi primo finalmente se resignó y el policía logró su cometido: le fue entregada la cajetilla cerrada de cigarros en la mano. Sin embargo, en un giro sorpresivo, una vez que la hubo recibido, actuando traicioneramente, como un inspector amargado, como un sabueso irascible, ordenó que los tres (yo y el Dante esperábamos a un metro por mi primo Bruno) fuéramos pasados por el test de alcoholemia.

Fue así como tuvimos que soplar, ante los niños y familias que hacían su ingreso por nuestro costado a la tribuna norte (la “popular” familiar en ese partido), un empolvado aparato amarillo, que seguramente no había sido utilizado en semanas, mientras una oficial de policía, subalterna del que ordenó nos examinen, nos gritaba y solicitaba, con marcial resentimiento, que soplásemos fuerte y nos dejásemos de idioteces.

Como se imaginarán, los tres dimos rojo en el análisis citado y fuimos expectorados por los policías del recinto deportivo, quienes no dudaron en quedarse con nuestras entradas. Ya en la calle, notando como llegaba la gente y sintiendo el bramido de los hinchas al interior de Matute, mi primo Dante, de brazos cruzados y rostro pálido, se lamentaba: “Puta madre, nos tenía que pasar esto”; mi primo Bruno, sintiéndose culpable por nuestra expulsión, repetía: “Les juro que no le dije nada, es más, le entregué mi cajetilla cerrada”; y yo, por mi parte, lavando mis manos cual Barrabás o Poncio Pilatos, les recordaba que “por algo carajo les dije que no tomáramos ni una lata”.

Así, lo que empezó como una tarde gloriosa, lo que aparentaba iba a ser un encuentro fascinante, amenazaba con terminar de un modo patético, perturbador, díscolo. Sin embargo, en un arranque de locura fugaz, inconsciente de la economía o costo que nos, o mejor dicho me, iba a costar comprar tres nuevas entradas, propuse que camináramos rápidamente a sur (sector de la barra brava del Alianza Lima) para comprar tres entradas de reventa e ingresar por ahí.

De tal modo terminamos en la puerta de sur, donde le compré tres entradas a una mujer obesa que, consciente de nuestra desesperación, no accedió a hacerme rebaja, y nos recomendó entrar rápido antes que lo hiciera el grueso de los fanáticos del Comando Sur (sí, claro, había que entrar y pagar rápido).

Finalmente, luego de haber sido palpados por nuevos policías, en las mismas zonas mañosas donde los malhechores suelen esconder sus herramientas ruines y canallescas, de un modo increíble, logramos ingresar sin que nos hagan el test de alcoholemia y, de pronto, los tres juntos, luego de subir unas cuantas gradas, vimos ante nosotros el verde del campo de juego, donde ya hacía su reconocimiento, aunque aún estaba en buzo y no en ropa deportiva, el equipo visitante.

Nuestra impresión de la tribuna sur, que casi lucía un lleno de banderas, fue inicialmente positiva, o al menos no totalmente negativa: a pesar del olor brutal a marihuana y de la apariencia atroz de algunos muchachos, había también mucha gente decente, entre los cuales unos cuantos niños y mujeres. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta que era mejor irnos a los extremos de la popular, ya sea occidente u oriente, pues en su parte central corríamos peligro de ser asaltados o golpeados (un moreno gordo de rojas pupilas le dijo en tono desafiante al Dante, una vez que se hubo acercado a él: “¿Bonito Sur... No?”).

Por tal motivo, nos acercamos lo más que pudimos a occidente y fue en esa posición donde vimos el partido del Alianza. A pesar que mi primo Bruno y yo, desencantados del fútbol limeño, al menos a nivel de clubes, apoyamos cada vez que podemos al Melgar FBC por nuestro origen arequipeño, no pudimos mantenernos ajenos a los cánticos de la tribuna Sur y, con mi primo Dante, en más de una ocasión, saltamos y coreamos los cánticos de la hinchada blanquiazul.

Sobre el encuentro, nada que decir: una decepción más para el fútbol peruano y, nuevamente, una lección para mí de lo realmente insignificantes que son los clubes de la capital, que son muy fuertes y bravucones en el Perú, a nivel internacional.

Así pues, una vez que metió el gol la Universidad de Chile, cuando languidecía ya el partido, a finales del segundo tiempo, y notamos que los ánimos comenzaban a caldearse en la barra brava del Alianza, decidimos retirarnos del estadio: mi primo Dante todavía tenía el rostro pálido y aseguraba no entender cómo había podido haber perdido su equipo, ante toda su gente y contra un clásico rival (contrincante eterno del Colo Colo, equipo unido por lazos históricos al Alianza Lima); mi primo Bruno, por su parte, tenía el rostro anémico y desencajado pues notó, una vez que iniciamos nuestro camino para tomar un taxi, que le habían robado el celular; y yo, ya desencantado del maleficio oscuro que me hizo comprar las entradas de reventa, me juré nuevamente, como lo he hecho ya en muchas ocasiones, resignar mis esperanzas con respecto al resurgimiento del futbol peruano y no gastar un sol más en sus futbolistas y dirigentes pestíferos.

De una u otra manera, aquella noche, si no era por los policías, o por la pérdida del celular de mi primo, o por el dinero que alocadamente gasté al comprar las nuevas entradas, estaba predestinada al fracaso, a la triste decepción: fuimos al estadio joviales y entusiastas y regresamos con aspecto lóbrego y humor iracundo.

Ello no evitó que mi padre, quien se encuentra en Lima por estos días, viera nuestros rostros amilanados, soterrados, decaídos y nos dijera bromista, desconociendo las peripecias de nuestro viaje a Matute, pero hablando con la voz de la experiencia: "yo les dije".


2 comments:

Unknown dijo...

Viejo gran descripcion, pena x el celular de Bruno pero x favor deja de escribir tanto xk me duerme la lectura extensa jajaja
y pa no hacerte sentir mas mal x todo lo que gastaron dire: YO TB TE LO DIJE!!!

Un abrazo gran escritor

Rodrigo Murillo Bianchi dijo...

Efectivamente amigo mio, a pesar que intenté convencerte de acompañarnos supiste decirme que no, dejándote llevar por tu frenética adicción al album del mundial y sus costosas figuritas.

Me lo dijiste, cabrón, y no te hice caso.

A la siguiente no te consultaré y así no seré víctima de tus predicciones malhechoras.