PARTE UNO




- ¿Ves David? Te dije que era muy temprano….

- Tranquilo, esto se va a llenar. Más bien agradéceme, estamos en primera fila.

- Como no se llene… estoy muerto de hambre, cojudo, hemos podido comer algo.

- Cálmate hermano. Pídete una chela y listo: vas a ver como te llenas.


Ramiro y David ocupaban la mesa más cercana al escenario. Habían llegado temprano, en realidad a la hora en que se anunció el concierto (las 10), después de mucho trajinar en un largo jueves de invierno. Sin embargo, y para su sorpresa, encontraron el local vacío, desolado. Tan sólo un hombre mayor, presumiblemente el dueño del bar, permanecía sentado tras la barra, a un costado del escenario, repasando los apuntes de su pequeña libreta.

No obstante, los instrumentos musicales se encontraban apiñados correctamente sobre el estrado. La reluciente batería roja, las guitarras eléctricas, los charangos, el órgano, las quenas, las zampoñas, el chelo, el cajón y un clarín cajamarquino eran pruebas indubitables de que aquella noche verían - por primera vez en vivo - a El Polen (para muchos la banda más importante de la historia del rock progresivo peruano).

Ramiro y David eran hermanos y, hace muy poco, habían empezado a tener gustos musicales similares. Ambos eran provincianos, de Trujillo, y David, el menor de los dos (por tres años), poseía una exuberante cultura musical. Él fue quien introdujo a Ramiro en la música folclórica y progresiva de El Polen. Y no sin costo, dado que Ramiro era un tipo obstinado, terco, con gustos musicales invariables, casi inexistentes, que eran muy difíciles de modificar o ampliar si quiera.


- Ya llega la gente, mira la entrada – le avisó David.

- Tienes razón. Esperemos que empiece temprano – contestó Ramiro impaciente.

- ¿Por qué tanto apuro? – agregó David - Relájate un poco.

- En realidad no tengo apuro. Pero estoy cansado. He tenido una tarde larga, ya sabes, estuve con Fabiola…


Podría decirse que Ramiro tenía una relación estable con Fabiola. Salían hace ya varios meses (casi un año) y sólo faltaba una declaración formal, que dada la situación podría considerarse innecesaria, para que se entienda que tenían algo serio. Ella era tres años mayor que él, físicamente alta, trigueña, de buena facha y sugestiva figura: David solía decir que era una “pinturita”, y cada vez que la veía por casa, visitando o viendo una película con Ramiro, le preguntaba bromista si por casualidad tenía a alguien así, como de su porte, para él.

Sin embargo, Fabiola había sido motivo de disputa entre los dos hermanos: Ramiro tenía varias mujeres y, a pesar de querer a Fabiola, solía engañarla con descaro, tomando ventaja de su evidente y confeso amor. David, siempre más sensible que Ramiro, no lograba entender cómo su hermano despreciaba a una mujer tan atractiva, tan completa. Cada vez que podía, le reprochaba esta actitud, incluso delante de sus padres, habiéndolo hecho pasar por momentos embarazosos – en más de una ocasión – en comidas o reuniones familiares.

No obstante, podría decirse que Ramiro escuchaba mucho a David. Admiraba su naturaleza sensible, romántica, de buenas intenciones y formas caballerescas. Eran muy distintos. Él era un tipo ambicioso (ya trabajaba y ganaba buen dinero), de formas rudas, manipulador, frívolo y directo. David, por el contrario, era noble, caritativo, comprensivo y transparente. Sin embargo, Ramiro sospechaba que el cariño de David por Fabiola no era gratuito ni desinteresado: una vez, buscando ropa en sus cajones (solían confundir sus prendas), encontró dos fotos de Fabiola en traje de baño, que él mismo había tomado, donde se apreciaba, con gran detalle, lo esbelta y portentosa de su figura (Fabiola había sido modelo durante su época universitaria). Ramiro había guardado tales fotos, sin decirle nada a su hermano y, desde entonces (sucedió como hace un mes), desconfiaba de David y sospechaba de sus intenciones.


- Al Fin – dijo David señalando al escenario - ¿Lo ves?

- Si claro ¿Es Juan Luis? – replicó Ramiro.

- El mismo – contestó David – Ahí lo tienes. El guitarrista de El Polen. Ya van a empezar.


Finalmente, el local se había llenado y los artistas de El Polen habían hecho su aparición en el estrado. Juan Luis, el líder de la banda, tenía puesto un chullo andino en la cabeza, que ocultaba su larga cabellera blanca, ya canosa por los años. Una vez que hubo cargado su guitarra, de un blanco brillante, saludó al público y abrió el concierto con un tema de antología: “Los Gentiles/Niña Serrana”.

Los temas se fueron sucediendo, uno tras otro, imparables, estruendosos, y el público, Ramiro y David incluidos, se portó a la altura de las circunstancias: los aplausos retumbaban ni bien finalizaban las canciones y los artistas de El Polen, en ese baño de identidad cósmica, sensorial, peruanísima, a que tienen acostumbrado a su auditorio, regalaban empeño y actitud por demás.

De pronto, en el momento que sonaba la canción “Viento del Olvido”, los músicos hicieron una pausa, subió un hombre moreno al estrado y empezó a tocar el cajón. No habían pasado ni dos minutos desde entonces cuando una chica joven se puso de pie, animada por los compañeros de su mesa, que la inquirían insistentemente a levantarse, y se dirigió al escenario con la evidente finalidad de bailar.

Cuando hubo llegado ahí, justo frente a Ramiro y David, que la observaban perplejos en la primera fila, comenzó a mover las caderas con un arte impresionante: sin lugar a dudas se trataba de una bailarina profesional en el ritmo del negroide. Sus amigos, desde su mesa, coreaban con insistencia su nombre: se llamaba Katia, era de estatura alta y tenía una tez blanca que contrastaba con su oscuro y largo pelo negro. Su porte alto, acompañado de unos pechos generosos, que movía con coquetería tras un sugestivo y rojo polo escotado, daban cuenta de su físico atractivo y bien cuidado.


- Mira si no es una delicia… - afirmó Ramiro excitado.

- Si. Nada que hacer. Y cómo baila – contestó David con similar sensación.

- Si así se mueve bailando… - esbozó pensativo Ramiro - como se moverá en la cama.


A David le incomodaba conversar de sexo con su hermano. Simplemente le disgustaba y cambiaba rápidamente de tema.


- Seguro después de esta canción termina el concierto. En buena hora, pues se ha hecho tarde – arguyó turbado.

- No sé tú hermanito. Pero creo que esta noche te vas sólo a casa.

- No empieces Ramiro – replicó molesto – no cagues la noche.

- Cuando tengas unos años entenderás. Toma veinte lucas. Ya te contaré cómo terminó esto mañana.


Dicho ello, Ramiro se levantó de la mesa y se fue a la barra a comprar dos cervezas. La muchacha, por su parte, había terminado de bailar y ya iba de regreso a donde sus amigos. Sin embargo, antes de sentarse, se dirigió al baño, donde fue interceptada por Ramiro, quien portando un rostro bonachón y bien intencionado la retuvo, de entrada, robándole sonrisas instantáneas. David lo miraba sorprendido: Ramiro no fallaba con las mujeres. Era condenadamente bueno. Un mujeriego con todas las de la ley. Un verdadero “ladies man”. Aunque era poco agraciado, tenía una personalidad y seguridad que le habían valido conquistas impresionantes (había estado con dos modelos reputadas, aunque en ambos casos haya sido sólo cuestión de una noche).

David, en cambio, no tenía igual suerte: era tímido e inseguro. Nunca había estado en relaciones duraderas ni, mucho menos, había tenido relaciones sexuales. En este aspecto, a pesar de la pureza de su personalidad, de su naturaleza jovial, pacífica, tolerante, envidiaba a Ramiro. No entendía cómo su hermano, quien despreciaba tanto a las mujeres, podía abusar tan impunemente de ellas, humillándolas, engañándolas y haciéndolas sufrir, a veces casi a propósito. Había perdido la cuenta de las ocasiones en que él le había sido infiel a Fabiola, quien le parecía especialmente atractiva, y, aún así, a pesar de comportarse como un patán, no entendía el motivo por el que ella lo quería tanto. “Si sólo lo conociera un poco más, todo sería diferente…” se lamentaba en silencio, iracundo.

En ese instante, el celular de Ramiro, que estaba en la mesa, empezó a vibrar: era Fabiola. David, quien pudo haberle avisado a su hermano (estaba a pocos metros conversando con la recientemente conocida Katia), dejó que el celular sonara sin atender. A los pocos minutos, y en un giro todavía más sorpresivo, era su celular el que vibraba: Fabiola lo estaba llamando.

Sin pensarlo dos veces, atendió la llamada. Fabiola estaba llorando y le preguntaba por Ramiro. Por su vocalización deficiente, que hacía muy difícil entenderla, David entendió que no estaba en sus cabales: había estado tomando. Cuando le preguntó qué sucedía, Fabiola le contestó que detestaba a su hermano, que se había enterado de sus infidelidades, que necesitaba conversar con alguien y que por favor vaya a verla pues se sentía muy sola y temía cometer una locura. La mujer estaba completamente borracha y al borde de sufrir una crisis severa de ansiedad.

En ese momento, David volvió la mirada hacia Ramiro. Él, ahora cómodamente sentado junto a Katia, le conversaba amenamente, ya confiado pues había despertado su interés. Así que David accedió: le dijo a Fabiola que estaría en pocos minutos con ella. Que por favor la espere y que no haga nada de lo que podría arrepentirse.

Ni bien se hubo despedido, David tomó los veinte soles de Ramiro y, sin avisarle, salió raudamente del local (el concierto aún no terminaba).

Así pues, transcurrió aproximadamente una hora, y a pesar de haber conversado sólo con él, Katia se rehusaba a intimar con Ramiro: no accedía a sus sugestivas proposiciones (le dijo para ir a un lugar más tranquilo). No obstante, era evidente que se sentía atraída por él. Por lo tanto, al momento de despedirse, presionada por sus amigos que ya se iban, le dejó su celular y lo hizo comprometerse, sí, ella a Ramiro, a que la llame el fin de semana.

Sin embargo, Ramiro, excitado y algo picado por las cervezas, necesitaba a una mujer. Vio el reloj y todavía era temprano (las 12 y 20). Sin pensarlo dos veces llamó a Fabiola: su celular estaba apagado. Cuando marcó el número de su hermano, quien quizá estaba en otro bar o ya en su casa, corrió la misma suerte. Ninguno contestaba.

Así que, después de pensarlo un minuto, recogió sus cosas y salió del local, no sin antes cruzarse con Juan Luis, el líder de El Polen, para decirle, con zalamera intención, que era “el más grande de todos”.

Pronto, estaba en un taxi y se dirigía al departamento de Fabiola. Tenía consigo la llave (ella se la había entregado hace pocas semanas) y pensaba darle una sorpresa.