TRISTES CUARTOS



Hace dos días a esta hora creía que, por primera vez en la historia, podían enfrentarse en semifinales mundialistas cuatro equipos sudamericanos. Parecía estar todo dispuesto, preparado, y sólo esperaba el milagro paraguayo, que no sé porqué sentía que podía ocurrir, para que tengamos una bonita Copa América en los días finales del mundial.


Sin embargo, de ahí a esta parte todo ha cambiado y los equipos sudamericanos que consideraba fijos en semifinales han sido despachados, o casi lo fueron, transformando mis certeras predicciones de hincha sudaca en una quimera romántica, en una ingenuidad adolescente, en una afirmación infantil que probó un severo error de cálculo.


Brasil, un equipo con el que nunca me he identificado en demasía, fue eliminado por Holanda, en uno de esos partidos donde uno no sabe bien que está sucediendo, pero ve con perplejidad que el mejor de los equipos, o el que solía serlo en la historia de los mundiales, es eliminado por una selección adusta y hacendosa, que tiene un par de peladitos laboriosos que mueven el balón con maestría mecánica, pero en silencio y sin aspavientos, frente a una defensa caótica y sin comunicación, de las que se decía era grandiosa e inexpugnable.


Ahora bien, a pesar de encontrarse en Sudamérica, para mí Brasil siempre ha sido una especie de sub continente hermético, misterioso, inexplorado, una suerte de tierra virgen, desconocida, foránea, por lo que su eliminación, fuera de sorprenderme, no me disgustó, dado que, además de lo mencionado, de esta especie de extraña autonomía, que podría parecer abstracta y subjetiva, siempre existe algo encantador en los encuentros en que, contra todo pronóstico, es derrotado Goliat por un David humilde aunque certero, por un Paris sagaz y azaroso que clava la estocada final al Aquiles temido por todos.


Sobre el partido de Uruguay, resulta complejo encontrar adjetivos que puedan describir con precisión la intensidad de su transcurso, sin caer en exageraciones, ni afirmaciones grandilocuentes o inflamadas. Sin embargo, creo que entre Ghana y Uruguay existía una importante diferencia: sólo una de estas escuadras estaba verdaderamente dispuesta a todo, incluso a jugar contra las reglas, quebrándolas, violándolas con impunidad, con tal de clasificarse a como dé lugar. La mano de Suárez, en el minuto final del último tiempo extra, lejos de ser desleal, o incorrecta desde un punto de vista ético, no es más que la evidencia más actual de un individuo que no está dispuesto a perder por absolutamente nada del mundo, de un ser humano que, cual guerrero troyano, prefiere verse expulsado, muerto en términos futbolísticos (al menos durante ese y el siguiente encuentro), con tal de evitar la caída de su valla y la consiguiente tristeza de sus compatriotas. Para mí, yendo un poco más lejos, la mano de Suárez bien podría representar - en un segundo - gran parte de la historia de Latinoamérica, de tanto corazón y poca razón, de tanta pasión y lógica escasa, y creo que fuimos todos los latinoamericanos quienes estuvimos atrás de él, sosteniendo ese brazo extendido, como estuvieron todos los africanos impulsando ese balón esperanzador, que no podía ingresar al arco nuestro, porque lo resguardaba un equipo charrúa que no pierde así nomás por goles cualquiera ni penales bien cobrados.


¡Qué triunfo el uruguayo!


Así, ya estaba clasificado el primer equipo sudamericano, y pensé que la eliminación de Brasil había sido un recodo en el camino del que podríamos recuperarnos con el triunfo de Argentina y Paraguay. Sin embargo, en un partido que todavía no termino de entender, Argentina, el equipo más grandioso del mundo, el de la propaganda de Quilmes en que Dios le habla a su pueblo predilecto, el de los periodistas de Fox Sports, del diario Olé, de los mejores jugadores de todos los tiempos, dirigiendo y en el campo, fue aplastada por una Alemania joven, que demostró con una crueldad casi marcial que su fútbol organizado y disciplinado es tan letal y temible como sus antiguos ejércitos conquistadores.


Los alemanes entienden el fútbol así: ni bien empieza el encuentro y sus rostros amigables y angelicales se transforman en robóticos y marciales, y de pronto en estos rostros blanquiñosos habita una furia espantosa, que no es humana, y no se amilana ante nada, ni siquiera ante cosas tan temibles como el cuello parlante de Tévez. Así, avasallan a su rival, lo someten a una muerte lenta, dolorosa, humillante, que termina por aplastarlo, como una serpiente termina por engullir a presas grandes, pesadas, colosales.


De tal modo destrozaron a una Argentina riquísima, con el mejor plantel de su historia (sí, para mi mejor que el del 86’ o 78’), que parecía no querer luchar, que parecía rogar clemencia, que sollozaba exigiendo que termine la masacre y que empozaba en el triste rostro de Maradona la resaca de una gloria futbolística que parecía a la vuelta de la esquina y les volvió a ser esquiva.


La derrota albiceleste me tomó pues por sorpresa, pero pensé que los buenos mundiales deben también traer sorpresas, y bajo tal punto de vista me junté con mis primos a ver el partido de Paraguay. Sabíamos, sin embargo, que sobre el papel España era mucho más fuerte, pero también entendíamos que los españoles no conocen a los guaraníes, y que los guaraníes si conocían a los españoles, ya que los habían derrotado, o sobrevivido al menos, en su tierra varios años atrás.


Así, nos dispusimos a ver el encuentro optimistas, y nuestro entusiasmo pareció justo y fundamentado: Paraguay salió sin temores a hacerle el juego a una selección española favorita pero falta de precisión y buen fútbol. De tal modo llegó, ya en el segundo tiempo, un penal a favor de Paraguay que amenazaba con definir el partido y depositarlo dentro de los países más selectos de la copa del mundo. Sin embargo, el penal fue atajado por el golero español, no sin suerte pues adivinó su trayectoria, y en aquél momento quedó claro que el partido no podía ser ganado por Paraguay, dado que existían motivos supranaturales, fortuitos, de exuberante fuerza mayor, que están jugando a favor de España y la están catapultando en línea recta al título mundial. Algo así como una especie de suerte de campeón anticipada, anunciada, predicada por varios, que forzó el error del meta chileno Bravo, erró los disparos de Portugal, e intimidó al Tacuara Cardozo antes de patear ese penal fatídico, tristísimo.


Así, creo que España está yendo con todo a la semifinal, y por más que apoyo en la misma a Alemania, su futuro rival, algo en mi interior me dice que España triunfará y habremos de sufrir la soberbia futbolera de los españoles, que en el plano de la arrogancia y la inmodestia dejan pequeños a los argentinos, incluso cuando a estos los afectan los peores delirios de grandeza.


Aunque todavía queda una esperanza, y desde México a Tierra del Fuego apostamos por ella, creo que el mundial no pinta más prometedor para Latinoamérica. Uruguay, hoy más que nunca apoyado por este continente intenso, deberá sacar algo más que la garra charrúa para triunfar. Quizá la garra charrúa, sumada a la mapocha, aymara, incaica, gaucha, guaraní, azteca, maya y demás de las de América pueda hacer lo imposible y darle ese impulso final a Uruguay, que se hizo presente en la mano histórica de Suárez, en el penal “picado” por Abreu y en los goles anotados por Forlán, para que sea nuevamente campeón del mundo, como hace ya sesenta años.


Todo es posible en la historia del fútbol, y si Eslovaquia eliminó a Italia, si Suiza derrotó a España, si Serbia derrotó a Alemania, y si Uruguay gana como (a) Ghana: ¿Por qué no soñar a un Uruguay campeón del mundo?


Por lo pronto, está Holanda: el martes se verá. Nadie negará que los cuartos de final fueron, para nosotros, un poco lóbregos. Pero quedan los uruguayos y con ellos la esperanza.