ANCASH INTROSPECTIVO


En el sendero de "María Josefa" que se encuentra cercano a Huaraz.

Ayer por la noche regresé de un viaje introspectivo que hice a Huaraz. Digo introspectivo porque viajé sólo acompañado por mi mamá y mi papá y pasé mucho tiempo escuchando música y reflexionando ante los sobrecogedores paisajes de las Cordilleras Ancashinas. Musicalmente, fui acompañado por El Polen (no recuerdo ya cuantas ocasiones repetí el tema “La Flor”), Los Jaivas (igual situación sufrí con “Sube a Nacer Conmigo, Hermano”) y Genesis (especialmente en sus obras cumbres, “Foxtrot” y “Nursery Crime”).

El viaje, en sí, fue una experiencia preciosa, no sólo por las vistas abrumadoras y deslumbrantes que descubrí, sino también porque tuve la oportunidad de estar mucho tiempo con mis padres, quienes, al igual que yo, andan un poco acongojados por la reciente partida de mi hermana a Barcelona.

Así pues, a estas horas, hace ya dos días, me paseaba sobre la ciudad sepultada de Yungay, después de haber conocido las endemoniadas ruinas de Chavín de Huántar y la bellísima, a un nivel superlativo, quebrada de Llanganuco con sus lagunas y senderos siderales. No obstante, en este breve artículo, que redacto con rapidez y cansancio, quisiera concentrarme en mi visita a Yungay, puesto que en ese lugar sucedió una de las catástrofes más trágicas de la historia peruana contemporánea, que precisamente pocos peruanos conocemos y entendemos al detalle.

El domingo 31 de mayo de 1970, a las 15:23 de la tarde, ocurrió el mega-terremoto de Ancash, uno de los peores sismos sucedidos en el Perú, con pérdidas humanas inconcebibles: 80.000 muertos y 20.000 desaparecidos. Su epicentro se halló frente a las costas de las ciudades de Casma y Chimbote, al norte de Lima, en el océano pacífico. Su magnitud, oficialmente, fue de 7.8 grados en la escala de Richter (aunque se dice que en realidad alcanzó los 8 grados) y su duración de 50 segundos aproximados.

A los pocos minutos de concluido el terremoto, tres exactamente, cuando las familias se reunían en sus casas para recoger sus pertenencias y rescatar a sus heridos, ocurrió un episodio de carácter apocalíptico: un gigantesco bloque de hielo, desprendido del nevado Huascarán (el más alto de nuestro país), descendió por sus laderas a 380 kilómetros por hora y sepultó en pocos segundos a la ciudad de Yungay, cubriéndola para siempre bajo gruesas capas de lodo y rocas, de más de siete metros de altitud.

El mundo entero, sorprendido por la magnitud de la tragedia, movilizó rápidamente su apoyo: aviones de diversa procedencia aterrizaron en los aeropuertos más cercanos y el General Juan Velasco Alvarado, quien por entonces era la cabeza del gobierno peruano, se trasladó personalmente a Chimbote para coordinar el envío del material humanitario.

No obstante, en Yungay, existieron dos naciones que sufrieron pérdidas dolorosas por su solidaridad y altruismo para con sus hermanos peruanos: Argentina y la Unión Soviética. En el caso de Argentina, un avión enviado por su gobierno, que había entregado un gran lote de enseres para los damnificados, se estrelló contra la cumbre de una montaña por la escasa visibilidad: los Capitanes Hugo Enrique Rey y Alfredo Sarto, así como los Suboficiales Oscar P. Antesano y Oscar R. Signorelli, que tripulaban la nave argentina, perecieron en el accidente. Tal gesto de hermandad, de genuina y leal camaradería, tal y como lo dice la placa conmemorativa que colocó el gobierno peruano en Yungay, vivirá por siempre en nuestros corazones.

Así también, el Antonov No. 22 de placa URSS – 09303, enviado por la Unión Soviética cargado de ayuda humanitaria, se estrelló en el norte del océano atlántico matando a sus 22 valerosos tripulantes. Las causas del accidente son desconocidas. Pero el apoyo desplegado por Moscú, materializado trágicamente en las vidas de estos 22 valientes, así como en las casas prefabricadas de su manufactura, que aún en la actualidad acogen a familias enteras en el nuevo Yungay, estará por siempre en nuestra memoria y recuerdo.

Fotografié ambas placas conmemorativas mientras caminaba por el silencioso memorial de Yungay. Bajo mis pies, la tierra dura guarda todavía los gritos silenciados de sus pobladores. Del pueblo entero, de casi 23.000 habitantes, que fue pulverizado por la fuerza abrumadora de la naturaleza.

Entre sus ligeros desniveles se encuentran cruces y mausoleos de diverso tipo. Algunos, de pobladores que no se encontraban en la zona al momento de la catástrofe, que los erigen recordando a sus familiares perdidos. Otros, de amigos y allegados que conocían a familias enteras que desaparecieron con la ciudad y las recuerdan con sus cruces y monumentos.

Me gustaría, sin embargo, que Yungay se convierta – a un nivel mayor - en un lugar de santo peregrinaje, de reflexión sobre el poder de la naturaleza. Casi todos los glaciares del Perú se están derritiendo por el cambio climático y tal fenómeno no se detendrá, estoy seguro, hasta que queden contados picos nevados en nuestras otrora blancas cordilleras. Algunos glaciares volverán a desprenderse y dejarán tras de sí verdaderos cataclismos, y otros, esperemos que la mayoría, desaparecerán en la forma de inocentes e inofensivos riachuelos.

Asimismo, la minería informal, e incluso algunas minas formales, destrozan lentamente las áreas naturales de nuestro país. Basta visitar Huaraz para comprender que la referida ciudad se ha convertido en una ciudad netamente minera, donde abunda el dinero y los “mini-markets” pero escasea la educación y la higiene pública: acaso los ingredientes más elementales para la protección adecuada de la naturaleza.

Pocas naciones del mundo tienen tanto que perder como nosotros con la destrucción del medio ambiente. Hoy, generalizadamente, se quiere hacer de nuestra patria un socavón gigantesco, una mina infinita. Me pregunto: ¿De qué viviremos los peruanos cuando se acabe el mineral? ¿Qué sucederá cuando se hayan agotado nuestros recursos y contaminado enteramente nuestras sierras y ríos? Porque el mineral se agotará, eso es seguro, y, a no ser que se invierta el dinero correctamente (cosa que no sucede en absoluto), no nos quedarán más que cerros contaminados, glaciares extinguidos y ríos secos. Y entonces contaremos a nuestros nietos que el Perú fue, en algún momento, quizá la nación más rica y hermosa del mundo. Pero ellos, familiarizados ya con el nuevo contexto ambiental, nos creerán fanfarrones.

Puede ser una visión negativa de las cosas. Quizá lo sea. De hecho, lo es. Pero es difícil ser positivo cuando a uno lo rodea la muerte así, de una forma tan asfixiante y traumática, como todavía sucede en Yungay, treinta años después de la tragedia, bajo la sombra de palmeras recubiertas.



Pd: Algunas imágenes de la tragedia.