PUESTO A PRUEBA



Antes solía disfrutar del proceso de ser puesto a prueba porque consideraba que las chances de ganar estaban siempre de mi lado, vinculadas de forma indisoluble con mi persona o destino individual. Así, eran unas extrañas corazonadas las que sentía las que me incitaban a creer que por el simple hecho de ser yo quien era evaluado, o exigido, o probado, todo saldría bien, sin percances, con genial maestría y precisión mecánica. De tal manera, me sobreponía campante a los pequeños retos que enfrentaba, en diversos planos y, a pesar de los nervios de rigor, que suelen acalambrar mis brazos y recortar mi apetito, cumplía con éxito mis objetivos, que a veces podían ser personales, o de mis padres, o incluso de mis amigos.

La razón: no la sé. Aunque creo que sucedía porque estaba seguro de que a mí – desde siempre – me había alumbrado una gran e inconfundible estrella, que guiaba el carácter lineal de mis pasos e impedía que las cosas me salgan mal o de un modo ajeno al dispuesto por mis intereses y necesidades particulares. ¿Ingenua seguridad? Probablemente sí. Pero ¿efectiva seguridad?… ¡Qué duda cabe!

De un tiempo a esta parte, no obstante, he adoptado una postura más conservadora y mesurada y si antes disfrutaba del proceso de ser puesto a prueba, a pesar de los costos que en materia de ansiedad y nervios me significaban, hoy rechazo de plano la idea, porque me he vuelto un “anti-pruebas” inconsciente, un tipo que – muy cómodamente - rechaza los exámenes y el proceso de formación y estudio que son requeridos para salir airoso de ellos.

El motivo de tan nefasto cambio me es todavía desconocido, pero creo que tiene que ver con el hecho de que he perdido la familiaridad con tales pruebas o con el proceso que significa ser evaluado; una familiaridad con la que sí contaba durante mi época universitaria, que definitivamente me es esquiva por el momento, pero que me veré forzado a cultivar nuevamente para pasar la prueba que se me viene y de la que no cabe otra salida más que el éxito rotundo, categórico, imperativo o la muerte heroica y terca pero pobre de contenido académico.

Ahora bien, a pesar del fragor ansioso de los nervios y del temor inconsciente a ser evaluado, es importante mantener la objetividad y entender que la prueba por la que he de pasar palidece y es mínima, insignificante, bizantina ante pruebas más importantes, donde en verdad está en riesgo la vida, siendo la muerte un resultado probable. Pero quizá es por ello que pasar esta prueba mínima, que pareciera no ser tan importante, al menos desde un punto de vista extra académico, es precisamente vital para mi seguridad personal y ego agigantado. Después de todo, quiero con todo el corazón pasar esta prueba y hacerlo de un modo sobresaliente y holgado para restregarme – en mi propia cara – lo infundados que estaban el temor y la inseguridad que, con respecto a esta prueba particular, parecieran dominarme por el momento.

¿Qué se requiere para pasar una prueba de estas? Además de conocimientos en derecho, aunque sean básicos, se requiere de una cierta valentía torera, de un sibilino arrojo púgil, de una mínima personalidad temeraria para zarandear las preguntas de los jurados y sobreponerse a sus triquiñuelas y trampas engañosas. Se requiere de convicción y seguridad personal: elementos ambos de los que siempre me he ufanado de tener, por contarlos conmigo de antemano y que hoy, al parecer, han decidido abandonarme a mi suerte y olvidarme, acaso momentáneamente (esperemos).

Quizá lo más desesperante de este transe, de este oscuro túnel que he de recorrer en la abstracción solitaria, y que concluirá con mi éxito o fracaso en este examen, es que sentado en mi comedor con una lámpara, varios libros y cuadernos, no puedo realizar las cosas que antes realizaba y disfrutaba distendido, relajado: los pequeños gustos que solían brindarme satisfacciones impensadas y momentos de regocijo. Puede sonar dramático. De hecho, exagero un poco. Pero no es menos cierto que este examen me tiene obsesionado y que fuera de pensar en él, y anticiparme imaginariamente a las preguntas que me harán, no hago mucho más y permanezco en la más absoluta inacción, palabra que es para mí demoledora y ampliamente frustrante, precisamente por el carácter exagerado de mi personalidad, que no precisamente es pródiga en autocontrol y frialdad de pensamiento (nótese desde cuando no escribo en Líneas Personales).

Entre otras muchas cosas, tengo una pila de libros por terminar y una serie de revistas por leer: mi hermana ha regresado de España y me ha traído numerosas revistas de historia que hasta hoy no he abierto ni ojeado, siquiera; asimismo, compré hace ya varios meses más de siete libros de Dostoievsky y, hasta el momento, sólo he leído “El Jugador”, “Humillados y Ofendidos” y “Crimen y Castigo” (que todavía no puedo terminar y me he visto forzado a suspender): ¡Lo complicado que es concentrarse y recluirse y no disfrutar, aunque sea por un periodo temporal, finito, de los placeres que uno tanto disfruta, como son la lectura amodorrada, parsimoniosa, egoísta! Daría lo que fuera por volver, en estos días de ansiedad, a echarme libre y relajado entre mis mantas, frazadas y cojines para aislarme, como antes lo hacía, en interminables jornadas de disfrute y laxitud literarias, eminentemente mías, personales, solitarias, íntimas.

Agradezco, no obstante, el gentil apoyo que me están dando mis padres, quienes reconocen mi personalidad obsesiva y tratan, por todos los medios posibles, de aminorar mi carga, y no precisamente porque esta sea amplia o densa o excedentemente pesada, sino porque saben que en este tipo de situaciones, en que los nervios acalambran la consciencia, uno puede perder la objetividad y darle más importancia a elementos o reconocimientos que no la revisten, al menos en la medida que uno imagina y tiende a creerse.

Así también, mis amigos, especialmente los que estudiaron o estudian derecho, se han comportado de una forma altruista y solidaria conmigo, habiendo en más de una ocasión indagado junto a mí, en un plano puramente imaginario, soñador, fantasioso, el rumbo que tomarán las preguntas con que me evaluarán mis jurados, quienes – según los rumores que circulan por mi facultad – serán personajes preparados y excepcionalmente exigentes: “Lo mínimo para una persona de tu capacidad”, en palabras de mi bien intencionado padre.

Se me viene pues una evaluación importante en la que daré, como ya vengo dando, todo de mí para salir airoso y demostrar que merezco con justicia el título de la carrera que estudié. Guardo conmigo el recuerdo de Horatio Hornblower, fino embajador de las letras británicas (en realidad de C.S. Forester) quien, siendo uno de mis personajes literarios favoritos, jaló - a pesar de encontrarse debidamente capacitado – su examen para ser Teniente. Fuera de utilizar este mecanismo inconsciente de comparación, que me ayuda a entender que el fracaso – a pesar de mis esfuerzos - es también una opción, cargo también conmigo, aunque suene nuevamente exagerado, un individual descartable de una cevichería en la que comí hace poco, que contenía una frase cojonuda y avasallante: “nada es imposible para una persona con pasión”.

Como diría Don Ramón: “será el sereno”. Yo ya estoy familiarizado con el proceso. Sé que este no será un vuelo libre de turbulencias y virajes severos, pero yo soy un piloto arriesgado y atrevido que se ajusta el cinturón y se tira al ruedo sin pensarlo dos veces. Con esa actitud he pasado mis anteriores exámenes y espero que éste no sea la excepción. Después de todo, vengo recorriendo un túnel oscuro que, aunque tenga mucho de nervio y tensión, está también plagado de conocimiento y crecimiento intelectual: interesante perspectiva de disfrute ante un examen que no quisiera dar pero que me veo obligado a rendir y que deseo pasar con fervor acalorado. Es pues puramente humano, y encantador - aunque egocéntrico - encontrar algo atractivo en las cosas que uno menos disfruta, como prepararse para un examen del que quisiera escapar, aunque sólo después de haber aprobado. Claro, a pesar de todo y siendo completamente honesto.