UN BUEN ARQUERO



Si hay algo que he hecho mucho en estas vacaciones, en este corto y veloz periplo hacia la abogacía, ha sido jugar fútbol. Jugar fútbol exageradamente, casi a diario, casi siempre, en varios arcos y con equipos diversos. ¿Mi puesto? El del arquero. Y no cualquier arquero. Antes, yo era “ÉL” arquero. Un arquero del carajo: ¡Si sólo supieran lo buen arquero que era!

No obstante, en los últimos años he envejecido y en el proceso mis reflejos se han relajado y en más de una ocasión he tenido compañeros que me han increpado sorprendidos, observándome en el suelo derrotado, compungido, luego de haberme comido ingenuamente un gol bochornoso: “¡Murillo, viejo, si tú eras bueno .. ¿Qué te ha pasado?!”.

Ahora bien, para hacer honor a la verdad, cuando saco alguna buena bola del arco, mis compañeros no me aplauden con tanta sorpresa pues todavía respetan los vestigios de mis credenciales deportivas escolares, sobre estimando mis actuales aptitudes en la portería, hecho que no me es de utilidad porque tales capacidades han disminuido irremediablemente. Así, y muy cómodamente, preferiría que mis defensores y volantes esperasen menos de mi y mil veces me dijeran: “¡Eh, Murillo, si tú eras malo… ¿Cómo has tapado ese tiro?!”.

Pero asumo que no pueden decir aquello porque, después de todo, sí que tuve mis credenciales deportivas escolares y, viviendo en Arequipa, sí que fui un gran arquero. No por nada defendí como titular indiscutible los colores de esa magna y grandiosa ciudad, y no por nada fui pretendido, mientras jugaba el Campeonato Nacional Sub 15 en Lima, por dos dirigentes del Club Universitario de Deportes, quienes, portando cada uno una generosa panza costeña, me ofrecieron el oro y el moro para que mude mis characatas maletas a la capital y me instale en un nuevo y soñado hogar: las divisiones inferiores de la “U”, con alojamiento y matrícula en el Colegio Trilce incluidos, en un horario especial para privilegiar la práctica del fútbol competitivo.

Lamentablemente, por factores diversos, ese “pase” no pudo concretarse y nunca jugué en las divisiones inferiores del Universitario, tal y como los anchos dirigentes pretendieron. ¿El motivo? Quizá más de uno: pero creo que el principal tuvo que ver con el hecho de que yo era muy joven y era muy engreído y no estaba dispuesto a dejar mi tierra, y con ella todo lo que estimaba entonces, para perseguir el loco sueño de ser un futbolista profesional adolescente (que, aunque no se aplique mucho en el Perú, idealmente debería implicar la tenencia de un estilo de vida profesional y sano).

De tal manera la referida oportunidad terminó por esfumarse y, en ese momento, luego de aquél verano, en que no recibí la llamada de los dirigentes “Universitarios”, inició el declive de mi corta pero exitosa trayectoria futbolística, pues tuve la magistral idea de formar parte de una banda con el Mario y el Diego, que fue pródiga en excesos, “pogueos” y mala vida en general: “Punk Austria” o “Austria 05”.

Pero esa es otra historia y no corresponde tocarla en este artículo, pues corresponde a este artículo narrar el viejo gusto que tengo por la portería, que he explotado exageradamente en estas vacaciones y que, en palabras de mi sacro santa mamá, es bueno para “desfogar la tensión” y “ejercitar el espíritu”.

Diría, no obstante, que ese viejo gusto que tengo por la portería no me fue natural ni pre concebido, ya que, si bien nació hace muchos años, fue como respuesta al hecho de que mis piernas eran torpes y largas, teniendo ambas vida propia y siendo irreverentes y malcriadas frente a las pulsaciones magnéticas de mi cerebro. En otras palabras, y dicho más claramente, terminé siendo arquero porque era malísimo jugando, pero malísimo en un nivel superlativo, omnipotente, supremo: cómo habré sido de malo, en aquellas inocentes épocas de infancia, que fui bautizado por mis compañeritos escolares con el apelativo de “puro chuso” en virtud a mis ostentosos atuendos y artículos deportivos, que me eran comprados caprichosamente por mi padre, quien viajaba mucho en aquel entonces y solía premiarme con camisetas y chimpunes realmente grandiosos; camisetas y chimpunes que no se correspondían con mis atributos de aguerrido defensor, armador de juego o goleador nato.

Fue de tal modo que acabé confinado en el arco, no por convicción propia o gustos anticipados, sino por descarte, por desesperación, por una reclusión voluntaria que terminó por encadenarme a los tres parantes de la valla para lograr, después de todo y al cabo de unos años, formar parte del juego en un plano destacado, trascendente, protagónico. Como comentaba en mi artículo anterior, a raíz del mensaje que contenían los individuales de una cevichería en la que comí hace poco: “nada es imposible para una persona con pasión”. ¡Y yo sí que era un apasionado del deporte rey!

Precisamente, una vez que formé parte del juego hice gala de esa pasión y me preocupé por conseguir – más bien, pedir - los más inusitados y rimbombantes artículos deportivos, que mi engreidor padre se preocupaba por adquirir en sus constantes incursiones al extranjero. De tal forma tuve el uniforme oficial de Jorge Campos (el arquero más grande que ha dado Méjico), con sus guantes de arquero fosforescentes, así como unos chimpunes amarillos con azul y unas medias estilo “zebra” con rayas negras, dentro de varias otras chucherías: era imperativo demostrar que el apodo de “puro chuso”, que merecí cuando era un jugador esforzado aunque carente de talento, no me era aplicable cuando estaba cubierto tras los blancos postes del arco, en los que me transformaba de súbito, bajo los que era ágil de pronto, que ridiculizaban cualquier apodo que no resaltase mi vestimenta o intervenciones decisivas (y, en la mayoría de casos, aunque no siempre, positivas).

¡Qué épocas aquellas!

Pero es momento de volver a la realidad y pisar tierra y ser consciente que mis vacaciones están próximas a terminar. Y que cuando eso suceda, y tenga que reinsertarme nuevamente en mis actividades laborales y vida apurada, dejaré de jugar fútbol como lo venía haciendo, de una forma sostenida, para hacerlo esporádica y ocasionalmente. Pero creo que si no hubiera sido por el fútbol, por lo genuinamente feliz que soy cuando juego en esas canchas sintéticas, en que una barrida veloz puede hasta sacar chispas de las camisetas sudadas, no hubiera disfrutado, aunque sea mínimamente, estas vacaciones llenas de nervio y tensión.

Porque no hay nada mejor que estar en la cancha, e imaginarse – como hago yo – que uno es Gianluca Pagliuca o Jorge Campos, y que en frente nuestro tenemos a quimbosos y aguerridos rivales, que pondrán a prueba nuestras aptitudes en el deporte más apasionado del mundo. Y que, en vez de esa luz artificial que alumbra la cancha de plástico en la húmeda noche limeña, está ese cósmico sol de Arequipa, que expele una luz irradiante, imperativa, totalitaria, dispuesta a enrojecer la piel más adusta y broncear el rostro más blanco. Y que, en las tribunas, no están los arrugados maletines propios, ni unas cuantas personas desatentas, sino los padres de uno que gritan y apoyan y sienten en carne propia los nervios del hijo en la cancha.

Claro, sin desviarme mucho del tema y conservando la objetividad. Pero la exageración con la que he jugado fútbol en estas vacaciones forzadas, en este involuntario periodo de abstracción, en este obligatorio y disciplinado tiempo de soledad, imposibilita la claridad de pensamiento y promueve una exaltación febril que es moralizante aunque nostálgica, enérgica aunque lánguida, añosa y antigua y, sin embargo, vigente y actual: lo mínimo indispensable para volver al trabajo y a la rutina diaria y a una vida sin vacaciones luego de 23 fugaces mañanas.