
Finalmente di la prueba que no quería dar pero que estaba obligado a rendir y pasar a como dé lugar. Después de tres semanas de obsesiva preparación, de un periodo interminable de abstracción solitaria, de un disciplinado y obligatorio tiempo de reclusión, repasé mis últimos apuntes, elaboré breves esquemas y me presenté en el Salón de Conferencias de mi universidad para responder, con hidalga y arequipeña convicción, las preguntas que mis señores jurados tuvieran a bien realizarme.
Debo decir, no obstante, que pocas veces he estado tan nervioso como aquella jornada. Cómo habré estado de ansioso que yo, que soy un no-creyente obstinado, un laico radicalizado, sentí la necesidad inusitada de tranquilizar mi espíritu por medio de la religión, para sostenerme así de algo trascendente, abstracto, omnipresente: terminé por encomendarme al Señor de Huanca, al Niño Jesús de Praga, a la Virgencita de Chapi, al Señor de los Milagros y al San “Antoñito” de Padua. Incluso, con el Señor de Huanca intenté conversar seriamente y pedirle que me dé una mano de camarada, de leal compañero, de amigo franco, en honor a mi muy querida y hermosa abuelita Beatriz, quien presidió su cofradía en la ciudad del Cusco por largo tiempo, con una fe obstinada y un compromiso loable y distinguido.
Pero sabía que en el fondo, en el momento de la verdad, era yo el que iba a tener que contestar las preguntas de los jurados y era yo quien tendría que sobreponerse a sus triquiñuelas engañosas y trampas deliberadas. Por lo tanto, camino de la universidad, pedí a mis acompañantes (mi papá, mi hermana el Mario), que me diesen la exclusiva licencia de fortalecer mi espíritu y cantar – a todo pulmón – la música de la única agrupación que me atigra, que me enciende, que me vigoriza y energiza de una manera única y surreal: mis Dávalos queridos, el conjunto artístico más grande que – en mi opinión modesta – ha dado el criollismo peruano.
Así, recorrí la avenida Javier Prado cantando la música de tales músicos brillantes, mientras que mi corazón se encendía lentamente y una voz en el fondo de mi consciencia me repetía con insistencia que había llegado mi momento y que aquella tarde era mi tarde y que nada podría salirme mal. Poco a poco, sin darme cuenta, me fui transformando y así fue como llegué a la universidad: relajado, distendido, seguro, entusiasta y hasta aguerrido. Tan evidente e imperturbable era mi seguridad que los amigos que fueron a verme confesaron, horas después, que pocas veces habían visto a un bachiller dar un examen tan tranquilo, tan laxo, tan sereno.
Pero no debo adelantarme a los hechos y debo narrar esta historia tal y cómo fue: llegué a la universidad cargando mis leyes y mis apuntes e ingresé al salón de conferencias donde estaban instalados mis jurados, quienes me saludaron seriamente y me pidieron que inicie cuanto antes mi exposición. Unos minutos antes, no obstante, mi padre, quien vino desde Arequipa para la ocasión, me volvió a preguntar si yo quería que él estuviera presente en el examen, puesto que de ningún modo quería presionarme ni incomodarme. Pero yo sentía una necesidad inusual de probarme a mí mismo y demostrarle a él, mi papá, quién es una persona excepcionalmente inteligente, egresado con honores y altas distinciones en su etapa universitaria, que puedo hacer lo propio para superarlo y enorgullecerlo sólo como él lo merece: en vivo y en directo, sin medias tintas ni exageraciones de novela.
De tal manera, le pedí que por favor me acompañe y que confiara en mí, puesto que no lo iba a defraudar. Así fue como ingresamos y me dispuse a iniciar la exposición de mi primer expediente: una infracción a las normas de publicidad bajo el antiguo régimen de Competencia Desleal que se aplicó en el Perú durante los años 90, hasta el 2008.
Es complicado narrar la sensación febril y acalorada que se apoderó de mí en tal instancia: me transformé súbitamente y sin darme cuenta, comencé a conversar con los miembros del jurado, de un modo tan intenso y emocionante que hizo que los minutos transcurriesen de una forma fugaz, aguda, excepcionalmente veloz: pronto había iniciado la exposición de mi segundo expediente y, en menos de lo que canta un gallo, literalmente, todo había terminado y yo había hablado de leyes, de la revolución industrial, de la revolución francesa y del liberalismo en que fervientemente creo como arma principal para limitar la actuación represiva del – todavía antiguo y conservador - estado peruano, que es generoso en la promulgación de leyes subjetivas, abstractas, ambiguas, que terminan por castigar a la sociedad nacional, recortando su libertad en defensa de conceptos tan difusos como las “buenas costumbres” o la “moral pública”.
Fue luego de mi intervención amplia, prodigiosa en seguridad personal y fina y precisa en el uso del lenguaje, que el jurado ordenó a los asistentes de la sala – yo, entre ellos - que por favor se retirasen, dado que el examen había concluido y era el momento de la deliberación final, que se da a puertas cerradas y en estricta confidencialidad.
Así pues, nos retiramos de la estancia y, ni bien estuve afuera, recibí el exaltado abrazo de mi padre y amigos, quienes estaban seguros que había pasado el examen y me felicitaban por la sobriedad de espíritu con la que había afrontado los momentos de tensión y nervio agitado. Pero yo sentía, muy en el fondo, que podía haberlo hecho mejor y que incurrí en fallas inocentes, que pude haber evitado si hubiese estado aún más tranquilo y lúcido de ideas.
No hubo, no obstante, mucho tiempo para lamentarme, puesto que a los pocos minutos el jurado me invitó nuevamente a la Sala y me otorgó unánimemente el título de abogado, con mención “sobresaliente”. Ese momento fue para mí inolvidable, dado que quién presidió mi jurado es un abogado respetadísimo – a nivel nacional – en la materia de Propiedad Intelectual: fue él quien me tomó el juramento solemne, comprometiéndome yo a ejercer mi profesión de una forma ética y leal.
Ya abogado, acudí emocionado a abrazar a mi padre, quien no pudo contener la emoción y me abrazó con un sentimiento que me será complicado olvidar. Luego abracé a mi hermana y al Mario y a la Camila. Hice lo propio con mi buen amigo Ricardo, en quien tengo depositadas grandes esperanzas y a quien procuraré acompañar en su pronta evaluación.
Hoy, conforme narro este relato, siento que he vuelto a la vida y que puedo finalmente abrir las revistas de historia que mi hermana me trajo de España y que puedo terminar de leer “Crimen y Castigo” (lectura que me vi forzado a suspender por mi obstinada preparación para el examen), dentro de varios otros libros que adquirí de Dostoievsky. Asimismo, pienso ir esta tarde a la librería a comprar la última obra de nuestro Nobel querido, “El Sueño del Celta”, para después ir al Correo Central a conseguir nuevas estampillas, dado que – en estas últimas semanas - he descuidado mi colección personal: tengo pues mucho por leer, ordenar y escribir.
Creo, no obstante, que la principal lección que me ha dejado este episodio, y en realidad todo este periodo de soledad vertiginosa, de aislamiento voluntario, tiene que ver con la frase que utilicé en mis dos últimos artículos, que terminó por llegar a mí cuando comía casualmente en una cevichería de San Isidro: “nada es imposible para una persona con pasión”. Fiel a esa afirmación, puedo decir que he cumplido el objetivo que me planteé y que, ahora sí, ha llegado el momento de realizar mis más importantes proyectos. Nada me sería más doloroso que tolerar el transcurso de mi vida sin que se alcanzasen los grandes e inmensos cambios en que cree mi espíritu agigantado. Pero eso es ya otra historia y no corresponde narrarla en este breve repaso de lo que fue mi proceso de titulación: un viaje vigoroso e intenso en el que me he disciplinado hasta el hartazgo, que me enorgullece de por sí, más que nada porque les ha significado una alegría infinita a mis padres y amigos. Hizo bien en decirlo Christopher McCandless (“Alexander Supertramp”), en su viaje fatal pero abrumadoramente realizador y feliz a Alaska: “la felicidad sólo es real cuando es compartida”.
4 comments:
felicitaciones rodrigo!!!!!=)-tamara
Tamara!
Muchas gracias, te mando un abrazote.
Rodrigo
Maestro ... mis respetos ... me alegra de sobremanera los resultados de tu esfuerzo ... era algo claro e inevitable el exito en esta prueba ... que es una de muchas ... pero con la cual has demostrado tu gran valìa ... de nuevo, muchas felicidades y reciba un abrazo fuerte Dr. Murillo.
Saludos.
Rodrigo Vaca
Rodrigo,
Gracias compadre. A ver cuando nos juntamos viejo.
Un abrazo,
Rodrigo
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