UNO

David apoya su frente contra el antiguo ventanal del cuarto. Éste, de forma rectangular y con angostos marcos negros, se empaña ligeramente por sus respiros agitados. Afuera, en la calle, no hay todavía carros y flota en el aire una densa neblina gris: el triste y húmedo resplandor de la oscura Lima invernal. Es todavía muy temprano: son casi las seis de la mañana. No un hay alma en el exterior. Ni siquiera el panadero, que suele salir muy temprano a vender su pan fresco, ha salido todavía a trabajar.


- - - No queda mucho tiempo – se repite David impaciente.


Nervioso, camina por el estrecho pasillo que forman el lado izquierdo de la cama y la pared donde se encuentra la ventana. Se da una vuelta. Otra más. Vuelve a caminar y a regresar. Los cinco pasos que cubren su recorrido se achican y el joven no puede disimular su ansiedad, su nerviosismo: siente una extraña sensación de calambre recorrer lentamente el extremo de sus brazos; así también, tiene la sensación que sus piernas se han entumecido y vuelto torpes. Además, fruto de su estado, tiene la sospecha que cada paso que da lo ha dado mal, o bulliciosamente, corriendo el riesgo de delatarse a sí mismo en el silencioso y gris amanecer limeño.

Pero David no puede detenerse. Siente, en el mutismo abrumador que rodea su habitación, que tiene que moverse, estar activo, aunque sea por medio de aquellos pasos entrecortados, minúsculos: está sufriendo una crisis de ansiedad y lo castiga la adrenalina, las secreciones hormonales que produce su cuerpo nervioso. No obstante, en medio de su estado angustiado, de su preocupación evidente, una voz en su interior pareciera llamarlo a la calma, a una paz pre concebida: “Tú has previsto todo esto”; “Sabías que este día iba a llegar”; “Estate tranquilo”.

Poco a poco, producto de este ejercicio reflexivo, que es muy consciente, esforzado, David decide relajarse: inhala y exhala generosas bocanadas de aire, aunque de la forma más silenciosa posible. En un momento, ya un poco más distendido, se detiene frente a la ventana y vuelve su vista contra el exterior, apoyando su antebrazo contra el vidrio, y su rostro contra el antebrazo. Reflexivo, David da media vuelta, se inclina sobre sí mismo y recoge un papel que estaba cuidadosamente doblado entre las páginas de un libro ubicado sobre la pequeña mesa de noche.


- - - Mierda – se increpa luego de leerlo con detenimiento.


Sobre la cama, ligeramente cubierta con una manta azulada, asoma el hombro desnudo de una joven que duerme de costado. Su blanca piel, haciendo contraste con el oscuro azul de la frazada que la cobija, delinea una finísima línea lumbar, que desciende desde su cuello y se pierde entre las mantas poco antes de llegar a su baja cadera. Diríase que tal hombro desnudo, en medio del cual se encuentra un pequeñísimo y oscuro lunar, y una casi imperceptible cicatriz de vacunación, da vida a la única tonalidad encendida entre los colores apagados y tristes con que la hora ha pintado al lugar.

La muchacha descansa plácidamente y no se ha despertado a pesar del perturbado caminar de David, su acompañante, quien – nuevamente - ha renunciado a su calma momentánea, a su serenidad auto infringida, para continuar moviéndose de un lado a otro por los confines de la habitación diminuta.


- - - Son casi las seis. Ya es hora – agrega éste resuelto.


Luego de un suspiro profuso, y cuidando el bullicio que produce su caminar preocupado, el joven se dirige al guardarropa que se encuentra del otro lado de la estancia. Cuando se encuentra frente a él, luego de haber bordeado lentamente los extremos de la cama, procurando no despertar a la joven, lo abre con sigilo y se pone una vieja casaca verde que ubicó en el primer colgador la noche anterior. Con la casaca puesta, y una vez que se ha cerciorado que la muchacha continua impasible, se pone de rodillas y retira del maletín, que se encuentra en el suelo, escondido bajo varias prendas femeninas, un extraño paquete negro: lo descubre con precaución milimétrica – sudando nerviosa y cuantiosamente – para terminar alzándolo y acomodándolo en su bolsa de llevar.

Una vez que lo ha terminado de acomodar, antes de salir de la habitación, parado junto a la puerta, observa por un instante a la joven, quien dormita todavía muy profundamente, con una paz inusual, expresiva, imperturbable. Haciendo un esfuerzo por controlar sus emociones, David se acerca a la cama, coge un extremo de la manta y recubre el hombro desnudo de la muchacha.


- - - Supongo que ésta será la última vez que nos veamos – dice pensativo y en voz baja.


- - - Aunque imagino que, dadas las circunstancias, será lo mejor al fin y al cabo.


Dicho ello, y luego de haber comprobado nuevamente la hora en su reloj, además de la especial ubicación del paquete en su bolsa de llevar, David vuelve sobre sus pasos y abandona la habitación en silencio.

Al cabo de unas horas, Fátima, quien todavía sigue durmiendo, es despertada con violencia por su madre.


- - - ¡Eh, Fátima! ¡Fátima! son casi las 12. ¿Quién duerme hasta esta hora? – le increpa desde el otro lado de la puerta.


- - - ¡Fátima, Fátima, vamos, hija, abre la puerta! el desayuno está listo y sabes que es peligroso dormir con la cerradura puesta ¡Levántate! ¡Vamos, abre la puerta, Fátima! ¡Son casi las 12, hija!


Perturbado su sueño por los llamados exteriores, la joven abre los ojos, suspira y se acomoda resignada entre las mantas: pone su rostro contra una de ellas, respira hondamente con resignación y se levanta. Al notar la ausencia de David, vuelve recostarse sobre la cama, perdiendo la mirada en el techo de la habitación. Una expresión de alivio y tranquilidad se cierne sobre su rostro dormitado: “No saben que estuvo aquí”.


- - - Mamá, dame un minuto. Despreocúpate, estaba despierta. Salgo en un rato – contesta mintiendo.


No obstante, su madre no espeta respuesta alguna y Fátima, cansada y todavía deseosa de permanecer en la cama, resuelve acomodarse entre las mantas por unos minutos más. De tal manera, se da media vuelta, y – egoísta – se vuelve a acomodar en la infinita comodidad de su alcoba. Finalmente, al cabo de poco tiempo, algo arrepentida y curiosa por el repentino silencio de su madre, quien se ha dirigido apurada hacia la cocina, se pone finalmente de pie, emitiendo antes un prolongado y estoico bostezo, para abrir luego su guardarropa y vestirse con un buzo y un polo morado de cuello ancho que parecieran pertenecer a otra persona por su talla amplia, exagerada, impropia para su pequeña estatura.

Así, sale de su cuarto y llega a la cocina, que se encuentra contigua al comedor y junto a la sala de descanso, encontrando a su madre con el rostro pálido, desencajado, postrado frente al antiguo televisor que se encuentra sobre el frigider.


- - - ¿Qué pasa? ¿Mamá, estás bien? ¡Qué cara que tienes, mamá! ¿Qué ha pasado?


- - - ¡Hija! ¡Mira las noticias! ¡Qué tragedia, Fátima! ¡Han puesto una bomba en el edificio de correos! ¡Son unos desalmados, Fátima! ¡Unos malditos! ¡Ha estallado hace menos de una hora, Fátima! ¡Pobre gente, Dios mío!


La imagen del televisor da cuenta de un incendio atroz, incontenible, infernal, que destroza el antiguo edificio de correos. Los reporteros se encuentran a unas pocas cuadras del lugar y la imagen es terrorífica: un cielo negro plagado de humo y de personas corriendo, entre personal policial y de bomberos que lucha por controlar el fuego. No se sabe, afirman, cuántas personas se encontraban en el edificio, cuya antigua construcción se ha destruido casi por completo, pero señalan que en su interior, al momento de la explosión, casi a las 10 de la mañana, habrían por lo menos 90 personas.

El periodista continúa informando y precisa que todo parecería indicar que se trata de un atentado terrorista: “Todavía no se sabe si el atentado ha sido efectuado por alguna organización terrorista. De hecho, hasta el momento, ninguna se ha atribuido su autoría. Lo que sí es seguro es que las cámaras de seguridad no han registrado ningún movimiento inusual, fuera de los transeúntes y los jóvenes universitarios que recorren desde muy temprano la calle del edificio de correos”.

En ese momento, retumba el timbre de la casa con impertinente insistencia. Fátima, al reconocer el estado nervioso de su madre, se dirige voluntariosa hacia la puerta y no puede dar crédito a lo que ven sus ojos cuando la ha abierto por completo: es David, quien se encuentra jadeando, postrado sobre sí mismo con las manos en las rodillas y la cara ensangrentada.

- - - ¡Fátima! ¡Gracias a Dios! Necesito tu ayuda.