MONTONEROS DE ENSUEÑO.- AYACUCHO

Plaza de Ayacucho

La Semana Santa pasada, en que a diferencia de otras semanas santas viajé y salí de las cuatro paredes que me ven escribir, conocí por primera vez Ayacucho. Emprendí el viaje junto a mi enamorada Andrea, quien ha demostrado ser una compañera genial, fantástica, y una comitiva formada por sus bien ponderadas y siempre aventureras - e incluso filántropas - amigas. 

Viajamos pues a Ayacucho y estando ya en esa ciudad, de pronto, sentí que había subestimado el lugar y que el viaje podría resultar mejor de lo previsto: las locaciones que recorríamos y los parajes que visitábamos contenían, invariablemente, una densa riqueza histórica, de alto contenido político, y yo estuve por ende muy contento y feliz y enérgico: descubrí que Ayacucho me había sorprendido y que, por un amplio periodo tiempo, en que la vida se me ha apurado y complicado, me había perdido – acaso sin quererlo - de esta magnífica y simbólica ciudad.


Creo, no obstante, que Ayacucho fue lo que fue para mí porque en la tarde de un agotador día del viaje, pienso que del sábado santo, en que decidí nada más que tomar una cerveza en el único local disponible en el centro de la ciudad, tuve la oportunidad de conocer y hacer buenas migas con un huantino de vieja escuela, Don Freddy; nada más ni nada menos que un veterano antropólogo y actual concesionario del céntrico y Ayacuchanísimo Club “09 de Diciembre”.

Él, siendo el culto anfitrión y ciudadano orgulloso que es, tuvo la gentileza de invitarnos a mí y a la Andrea a conocer su formidable colección de fotos históricas, donde apreciamos imágenes diversas y muy antiguas, tan excepcionales como la de la colonia japonesa afincada en Ayacucho a principios de 1900 o una añeja fotografía tomada al mismo Andrés Avelino Cáceres, nuestro “Brujo” querido, hace largo y remoto tiempo. Así también, tuvo el detalle de llevarnos a la planta alta del Club, sector que está cerrado para visitantes, para mostrarnos, con su brazo e índice resuelto, la planicie donde se llevó a cabo la batalla de Ayacucho y los montes desde los cuales habían descendido las huestes montoneras e indígenas de Andrés Avelino Cáceres, durante la Guerra con Chile, entre algunas otras cosas.

Una cosa llevó a la otra y la Andrea tuvo que ir al hotel y yo me quedé sólo con el señor Freddy, conversando largo y amplio rato sobre las correrías guerrilleras del “Tayta” de los Andes, las mismas que hicieron interminable nuestra charla y me sumieron en reflexiones y pensamientos intensos: desde que decidí creerle a mi interlocutor, que sin ninguna prueba fidedigna, más que su origen huantino, me contaba apasionado sobre las calles donde vivían las familias que colaboraron con los ocupantes y el trágico destino que posteriormente sufrieron, así como la vía que fue testigo del ingreso a la ciudad de un triunfante y soberbio Cáceres al galope, opté – por voluntad propia – en creerme completita esa historia fantástica: la de la subversión patriótica, la del desenfreno aborigen, la del civismo indio que, aunque sea en la forma, se apropió de las comunidades campesinas de Junín y gran parte de la Sierra Central durante la Guerra del Pacífico.

Incluso, por un momento, y haciendo grandes esfuerzos para lograrlo, sentí que yo también era testigo de la marcha de esas morenas masas incandescentes, y que por los lugares que yo caminaba, y en las paredes que me había apoyado y en los bancos y piedras donde la Andrea y yo habíamos descansado, habían desfilado y repuesto energías los bravos guerrilleros de Cáceres, a quienes el señor Freddy parecía haber conocido en persona, o en alma y espíritu al menos: ¿si no cómo era que me hablaba – con esa convicción de testigo - sobre sus semblantes resueltos, serios, sombríos; así como sobre sus galgas y hondas asesinas, las armas que destruyeron – con brillante y magistral pericia – a regimientos enteros de soldados experimentados?

Creo que en el fondo de todo, lo que explicaba mi entusiasmo ante su relato interminable, fantástico, era el profundo respeto que – desde siempre – he sentido por esos anónimos y – quién sabe si utilizados – guerreros victoriosos: de una extraña y singular manera, ya por aquel entonces, ante un Perú destrozado por su soberbia y propios vicios y fantasmas de violencia racial (contra chinos e indígenas), fueron estos indios analfabetos, estos valientes desgraciados, estos orgullosos miserables, antes acusados de cobardes, de inferiores, los que expulsaron de su territorio a un enemigo que lo había conquistado todo y que no pudo, sin embargo, con lo más elemental: el hombre, la piedra y la montaña.

No obstante, y considero que es mi deber decirlo, después del viaje volví a mis cursos de la maestría y decidí investigar la materia porque quería profundizar en las correrías de estos quechuas admirables y entender el motivo por el cual – de veras – se enfrentaron a un enemigo que no conocían, siendo que me revuelve de curiosidad descubrir la razón por la que combatieron por un país que – valgan verdades – había hecho inmensos esfuerzos para rebajarlos y convertirlos en rebaño.

De tal manera, he ido conociendo la verdadera historia y las posiciones de varios y renombrados autores al respecto, pero acaso en un arranque de locura inconsciente, o quizá de confusión consciente y atrevida, he decidido no creerles a los académicos y sí creerle al señor Freddy: a ese charlatán sentimental, a ese Huantino ayayero, que hizo de mi viaje una travesía única e infinita y que podría cautivar y volver patriotas a los más “desprendidos” peruanos. Pienso, como él, que no es la prosa parcial de los autores e intelectuales la que contribuye a difundir, aunque sea en parte, el conocimiento y la verdad. Son los ciudadanos orgullosos y leídos los que, como Freddy el antropólogo ayacuchano, esparcen la información como pólvora, como elemento combustible, reaccionario, inflamable.

Me gustaría, más adelante, regresar a Ayacucho para sumergirme nuevamente en el encanto y las alucinaciones de entonces; obviamente, luego de haberme encontrado y charlado con el señor Freddy. Tristemente, por el momento realizar tal travesía me es imposible y no me queda más que continuarme entregando a los relatos y citas de los historiadores que, eso sí, y haciendo honor a la verdad, cumplen con informar a cabalidad sobre las batallas y principales encuentros que se dieron en la zona.

Siento, finalmente, una extraña y perversa sensación de disfrute, un cándido pero complaciente sentimiento de goce, ante los relatos de los testigos que narran la violencia ponzoñosa y envenenada con que los indígenas, supuestamente alcoholizados, se entregaban al combate feroz; al despojo y ultraje de los caídos y aprisionados. Ojo, no es precisamente que los guerrilleros no tuvieran ofensas que vengar. Y hoy – ante hechos similares – sería vergonzoso y triste experimentar similar impresión. Pero no sé porqué extraño motivo me emociono ante sus victorias y me identifico con sus alegrías: fueron sucesos retorcidos pero legítimos en el momento en que sucedieron; y brutales y violentos y sanguinarios pero patrióticos y decididos: acaso actos desenfrenados que, sin querer, por ser puramente esenciales, originarios, nucleares, pueden reivindicar – como efectivamente lo hicieron – a una raza oprimida por la soberbia y prejuicios de otra raza aristocrática, altiva, pedante, pero arrodillada e indefensa ante sus propios vicios y males de moral.




Combate y Memoria. Pintura de la Batalla de Pucará (autor anónimo) y una instántanea de Andrés Avelino Cáceres en las postrimerías de su vida.